Introducción
El proceso comunicativo que subyace a todo proceso cognoscitivo es parcial, intransferible, indecible (y eventualmente indecidible), relativamente verdadero por parcial. Toda nominación cumple con el principio lógico y ontológico (i.e. semiótico) de razón suficiente: pragmáticamente es, parcial pero verdadera. Cada enunciación es verdadera porque es parcial y es parcial porque es verdadera.
En este razonamiento, inspirado en gran medida en Tomás de Aquino, se presentan los elementos básicos de una teoría monista de la enunciación y de las condiciones de posibilidad de la “apertura”. Si se plantea un principio de verdad absoluta pero en cierta medida incognoscible, es igualmente cierto que todo lo que se dice si no es “una representación literal, debe ser en algún sentido simbólica” (Marshall Urban 1939 (1952):623). Ninguna teoría de la enunciación puede escapar al espesor, a la inevitabilidad de la presencia del evento (Cfr. et. Bachtin [1997]).
Tomás de Aquino representa, en la tradición del pensamiento occidental y de la cultura cristiana, un radical cambio de perspectiva al reemplazar la idea de la literalidad de la alegoría por la hipótesis de una parcial –por convencional– referencia simbólica acerca de algo que no se puede literalmente conocer, pero que de alguna manera siempre se puede referir. Postula que la razón humana –aunque limitada– puede conocer a Dios, referirse o denotar entes transempíricos, gracias a esta capacidad simbolizadora del lenguaje natural; la relación de conocimiento que se establece entre la mente humana y las cosas de la realidad, empírica o trans-empírica, tiene siempre un mínimo de verdad o de razón suficiente. Cuando se enuncia, el lenguaje no se refiere a cosas “universales” o totales (las cosas en su totalidad no son totalmente conocidas por ningún hablante ni por el lenguaje como entidad universal o abstracta) sino a parcialidades, perspectivas focalizadas. Son relaciones cognoscitivas parciales, aunque objetivas.
La teoría dualista de la enunciación (agustiniana, platónica inclusive) que afirma que la vida es de alguna manera una ficción, que la verdadera vida está en cierto mas allá, estuvo muchos siglos vigente en el pensamiento occidental y en particular moderno. La idea de Tomás de Aquino es aristotélica, si se quiere, pero llevada hasta las últimas consecuencias afirmando una validez contextual de la enunciación, independientemente de cualquier consideración ontológica. El conocimiento puede ser válido pero es parcial, es decir, su parcialidad es lo que asegura su validez, su parte de verdad aunque no sea absoluta. Con esto Tomás no está diciendo que Dios sea parcial y absoluto, sino que el conocimiento de Dios del sujeto cognoscente y enunciativo va a ser inevitable e irrevocablemente parcial, mas no totalmente equívoco o relativo.
Para las categorías del pensamiento de la Edad Media cristiana, Dios era un concepto que no se discutía o que tal vez simbolizaba o se refería a muchas más cosas, variadas y distintas de las que creyeron los espiritualistas del siglo XIX. Para el pensador medieval, Dios era el universo, el ipsum esse subsistens, simplemente “existía”, irrevocablemente “era”. Así, el revolucionario Tomás de Aquino, lejos de la imagen brindada por los reaccionarios fundamentalistas del Ochocientos, sienta las bases de las disciplinas empíricas, fundamentando la ideología contrastiva y demostrativa de la ciencia moderna.1 Es decir, aun declarándose un sincero creyente, se preocupa por determinar las condiciones de posibilidad de la demostración racional, contrastiva y quasi-científica de la existencia de Dios. Lo más notable es que Tomás de Aquino no enuncia esta nueva visión en los márgenes de la cultura, sino en algunos de los centros más antiguos y relevantes del saber universitario medieval: las Universidades de Bologna y París (el corazón del sistema filosófico de la cultura occidental de entonces). Prueba de esta tensión es la prohibición que sufrirá su obra en 1270, al incluirse en el código de libros prohibidos por la Iglesia. Lo curioso es que a fines del siglo XIX, la encíclica del Papa Pio IX convertirá su filosofía en doctrina oficial de la Iglesia Católica y Apostólica Romana.2
Tomás, en su crítica, se refiere fundamentalmente a la escolástica inmediatamente anterior, esto es, a la teoría medieval de la alegoría y a la consecuente concepción del lenguaje, del arte en general, como adorno inútil, redundante, utilizado por una comunidad para fingir una realización comunicativa. Para santo Tomás, el arte o las manifestaciones genéricamente estéticas del/os lenguaje/s todos, guardan una relación simultánea e inestable con la realidad del momento y con la verdad trascendente; no son gratuitas, arbitrarias, inopinadas ni anodinas. Como puede advertirse, su teoría estética posee implicancias teológicas, ontológicas, metafísicas y fundamentalmente éticas.
La discusión acerca del espesor de la realidad objetiva del referente, es el gran tema de todo el debate gnoseológico, epistemológico y por ende metodológico del pensamiento europeo y occidental desde la Antigüedad hasta el presente. Es el tema de la semiótica contemporánea y la condición de posibilidad –más aún, la razón de ser– de la deconstrucción postmoderna.
Problemas que fueron marginales se transforman en centrales o casi desaparecen; otros perduran tenazmente y se expulsan incesantemente, pero recurren con igual tenacidad. Esto último es lo que sucede con la problemática de la “apertura”. Paradójicamente un concepto tan moderno, actual y contemporáneo e incluso postmoderno como el de la “apertura”, encuentra un correlato –antes que en la Modernidad– en la Baja Edad Media. Esta es una observación que se le debe a Eco al estudiar por primera vez el problema de la apertura desde esta perspectiva en su tesis de doctorado titulada Il problema estetico in San Tommaso (1956).3 La idea de que esa cuestión implícitamente tratada e incluso tematizada en las obras artísticas contemporáneas, encuentre su antecedente más importante y definitivo en el Medioevo, no deja de ser revulsiva ni contraintuitiva.4 Es decir, a partir de un tema de estética teórica cuyo objeto era la estética medieval en general y la estética de Tomas de Aquino en particular (considerado durante la modernidad como el símbolo de la teología más reaccionaria y conservadora), Eco comienza a desalienar y desautomatizar un problema estético fundamental: el de la apertura (entendido del modo más amplio posible, incluso con cierta connotación negativa) de todo mensaje estético.
Hacia 1950, ya había comenzado a plantearse entre los teóricos de la estética, una redefinición del arte como discurso autoreferencial (Pareyson 1954) y Eco no fue ajeno a este giro teórico y metodológico. Los antecedentes textuales para elaborar la primera versión de su teoría, son seculares: Dante como culminación de una larga tradición de hermenéutica bíblica y teológica; esto no significa que no aparezcan antecedentes inmediatos a principios del siglo XX, pero el punto de partida de Eco es la estética medieval, tema de su tesis de graduación en 1954. Precisamente, parte del análisis de un capítulo fundamental de la Summma Theologiae: el referido a “Los Nombres de Dios”, problema que si bien hasta ese momento había sido exclusivamente teórico (exquisitamente teórico), era central para cualquier teoría del lenguaje y para cualquier teoría del conocimiento. La cuestión radicaba en cómo el lenguaje humano podía nombrar a Dios, es decir el infinito; en otros términos, cómo era posible que lo finito (un sistema lógico-semiótico finito, el lenguaje, representable por ejemplo con las categorías aristotélico-tomistas) pudiera nombrar o referirse de alguna manera a lo infinito.
La lógica moderna, como también la clásica, suponían de modo natural la existencia de un referente no-textual, objetivo o al menos intersubjetivo: rea, extralingüístico. La solución en la estética y en la teoría del lenguaje medieval anterior a Tomás de Aquino –recuerda Eco– era la alegórica: para hablar de Dios, para nombrarlo se lo debía hacer con alegorías. Esto no significaba que quien empleaba la alegoría creyera o debiera creer que ese enunciado fuera Dios, ni su referencia; sólo era una imagen parcial, un nombre de la infinita divinidad. Si reemplazamos el término “Dios” por “realidad”, “cultura”, “mundo”, el problema se nos aclara. Es decir, hablamos de las cosas, pero lo que se dice de las cosas no tiene nada que ver con las cosas. Las cosas son “otras cosas”. Esta teoría de la lengua y de la referencia (anclada en la teología agustiniana y otras variantes de dualismo) planteaba en definitiva un noúmeno incognoscible: Dios era un misterio, la realidad era un misterio y el lenguaje era un muro que nos dividía de la realidad última. En el fondo Dios era una experiencia misteriosa, mística, inefable. Se podía conocer –a lo sumo– a través de una relación amorosa, sentimental, pero no racional.
Para Tomas, Dios nos excede, su verdad es infinita pero no es totalmente inaccesible para la mente humana que puede conocer algo. En esta línea interpretativa su conclusión seguramente fue perturbadora para el espíritu medieval más “ortodoxo”. Para el realismo crítico tomista, la verdad de un enunciado es tal porque es parcial, porque no es absoluta. En otras palabras, es tal porque es una práctica i.e. una enunciación focalizada y una consecuente lectura parcial y en perspectiva de ese enunciado. Obviamente, lo que afirma Santo Tomás, en última instancia, es que el lenguaje humano no puede ser literal. El conocimiento literal (total y esencial) del mundo o de Dios, en tanto humanos, nos está vedado; el conocimiento de la totalidad, a diferencia de la omnipotente afirmación cartesiana, no es posible porque nos supera. Lo único que se puede alcanzar es un conocimiento parcial, que Tomás llama “simbólico” y que tiene una parcial relación no arbitraria por histórica (aunque eventualmente inmotivada) con el objeto. El cogito tomista puede conocer algunos aspectos de las cosas, no su totalidad ni sus esencias absolutas.
Precisamente lo que expresa el artista son verdades, experiencias parciales, incluso quasi individuales (cfr. Croce 1901). La obra artística participa de la idea de belleza; participa, no la agota. Su relación es inmotivada pero no totalmente arbitraria pues esa participación, hic et nunc, es histórica.
Tomás anticipa una conclusión peirceana: el signo denota un interpretante final no absoluto, pero definitivo en una cierta intersección de las coordenadas espacio-temporales de la semiosis ilimitada y siempre excedente (cfr. Peirce (1987)).
Así el objeto artístico, la enunciación en general, se modeliza en el contexto de una relación textual triádica e inestable, con la cultura y la realidad. Esa tríada es –en lenguaje tomista– el mundo simbólico, el imaginario histórico-cultural anclado en una determinada visión, veraz pero parcial, de la realidad. La consecuencia implícita de tal afirmación es que toda obra artística, todo mensaje estético, toda manifestación lingüística en definitiva, es –además de simbólica– una traducción. Dicho de otra manera, toda recepción artística, es una traducción adaptativa y nunca una simple decodificación.
No casualmente durante la Edad Media se prefería el término “lectura” (curiosa coincidencia con la terminología semiótica contemporánea) antes que “interpretación”. El énfasis se pone en la excedencia divina, en la siempre posible diferencia entre la enunciación y la recepción. Por ello todo proceso comunicativo, en particular el artístico, es un proceso de traducción. La hipótesis de comunicabilidad del enunciado y de su acogida es una hipótesis de traductibilidad entre eventuales mundos interpretativos posibles. Y no sólo para santo Tomás; para san Agustín la tesis es similar aunque insista en la dimensión del misterio superador:
Cuando Agustín planeaba escribir un libro sobre la Trinidad, un día dio un paseo por la playa y vio a un muchacho que había hecho un pequeño hoyo en la playa, sacaba agua del mar con una concha de caracol y la vertía en el hoyo. Al preguntar Agustín al muchacho qué hacía, éste le respondió que se había propuesto vaciar el mar con la concha de caracol y trasvasar su agua a aquel agujero. Como explicara Agustín que eso era imposible y se riera de la ocurrencia, el muchacho le replicó que era más fácil realizar su ocurrencia que explicar lo más mínimo de la Trinidad, como pretendía hacer Agustín con su libro (ActaSS Aug VI (1773) 357 s.).
Así, comprender el misterio de la Santísima Trinidad, excede la lógica textual humana y sólo se puede reservar una pálida lectura simbólica del símbolo del mismo. Pero aun en Agustín ese misterio no es un noúmeno, en rigor, totalmente incognoscible sino legible simbólicamente. La idea tomista sin embargo va más allá y se afirma a pesar de ello: santo Tomás, empleando la misma imagen de san Agustín, parece decirnos que a pesar de la inmensidad del mar queda en el fondo del hoyo excavado en la playa algo de agua, un poco de agua de mar y no una simple imagen casual o alegórica de ella. Ese hoyo no deja, in structu sensu de ser algo del mar. No se afirma la incomensurabilidad del conocimiento sino su parcialidad; pero ese conocimiento, aunque sea parcial, tiene algo que ver con la llamada nominada realidad. Caso contrario, otra perspectiva posible es la platónica y, consecuentemente, la frondosa genealogía de dualismos textuales y cognoscitivos, a saber: el mundo de la doxa y en el mundo de la sabiduría. Esta subdivisión de la realidad, en niveles ontológicos y por ende enunciativos, están determinados por la estipulación, normalmente implícita, de sendos metalenguajes veritativos.
Replanteado así el hipotexto lógico-semiótico medieval, se impone una radical reformulación epistemológica de la condición de posibilidad de la ciencia moderna. Una relectura atenta de Il Saggiatore de Galileo Galilei (1623), que compendia en gran medida el núcleo central de la metodología moderna, evidencia, más allá de las apariencias, la manifiesta continuidad entre el planteo lógico-semiótico (o semio-epistemológico) de Tomás de Aquino en el método experimental de Galileo y la fundación de la experimentación científica positiva. La tesis coincidente puede expresarse en los siguiente términos: humana, científicamente incluso, no se puede tener un conocimiento definitivo aun cuando sea un conocimiento parcialmente cierto por las condiciones relativas de experimentación. El conocimiento humano, en cierto sentido, está fundado por los hechos, no se agota en ellos, no puede ignorarlos, al menos en su dimensión indiciaria (o lo que es lo mismo, simbólica). El paradigma moderno reemplazó el concepto teológico y abstracto de Dios, por el concepto moderno de “naturaleza”. El conocimiento científico de la naturaleza no es total porque nunca puede dejar de ser acumulativo y perfectible, pero simultáneamente está de alguna manera fundado empírica, indicialmente. No es una alegoría o una ocurrencia gratuita, anodina, sin control empírico: es sígnico-comunicativa, expandible, contrastable.5 (Mancuso 1999).
Aun cuando parece innegable que santo Tomás aceptase críticamente el principio lógico-ontológico de la esencia universal es también innegable que la realización (histórico-discursiva) de esa universalidad es siempre particular, simbólica.6 El símbolo siempre nos habilita a postular el principio semiótico de la pluralidad de lecturas como horizonte último de la única hipotética verdad universal; universal ni a priori ni sintética sino como interpretante final enunciativo posible. La verdad universal no es la simple suma de las particularidades, de las lecturas diferentes, sino la tensión última entre ellas. La verdad universal es precisamente la posibilidad de acoger distintas lecturas de esa universalidad o el reconocimiento de que en un determinado punto de la realidad, pueden reconocerse como universales ciertos significados (Cfr. et. Peirce (1987), Lotman 1984).
Esta afirmación de base tomista, permite simultáneamente a) afirmar el inevitable espesor de lo “real”; pero b) superar un simple nominalismo inductivista vulgar; y c) no negar lo universal (absoluto o histórico). La conclusión tomista se puede resumir en los siguientes términos: la afirmación de lo (de un) universal, desde lo particular/finito. Por lo tanto lo que se pueda decir de lo universal no es una conclusión absoluta y total sino particular, pero tampoco aberrante o inopinada: es relativa a su contexto de enunciación y en particular a su contexto de recepción. Este proceso de enunciación/lectura en contexto es el modo por el cual lo parcial puede, de alguna manera, dar cuenta de lo universal.
Santo Tomás supera el reduccionismo nominalista, por el cual esta problemática se reduce a una cuestión formal de distinción de sendos niveles de lectura. Le interesaba salvar el principio por el cual se afirma que el lenguaje posee un minimum veritativo, con lo que se garantiza la exclusión del escepticismo radical e ingenuo. Posiblemente no consideró las consecuencias de lo que estaba pensando; quizás esta extraña mezcla de relativismo y compromiso significativo fue lo que no pasara desapercibido a la inquisición eclesiástica, justamente por la inherencia de los mensajes, en particular estéticos.
Lo que le interesaba, repetimos, era considerar que el lenguaje de alguna manera era verdadero; así, el ser humano tenía un conocimiento que en cierta medida podía ser verdadero. Dicho conocimiento era parcialmente universalizable (se podía universalizar), antes que universal. Y el hecho de no ser entendido demostraba que había baches o diferencias entre los seres humanos, a veces, imposibles de superar.
En este punto la pregunta clave es la siguiente: ¿Por qué a Eco le interesa tanto, la obra de santo Tomas? Resulta evidente que su interés se debe a la teoría del “símbolo”: la dimensión simbólica y la referencia o enunciación de la realidad extratextual. Para Santo Tomás, en la lectura de Eco –y en la de otros como Marshall Urban (1939)– el lenguaje no es alegórico sino simbólico. Es decir el lenguaje no habla de o se refiere a algo que la mente humana no conoce (por excedente o inaccesible) con otras palabras que no son literalmente exactas, sino que el lenguaje es simbólico por ser parcialmente verdadero (verdadera acción comunicativa y referencial) al participar en la misma dimensión de realidad nominada. Dicho de otro modo, las verdades del lenguaje son parciales, son en perspectiva.
Y esta cualidad del lenguaje (su perspectivismo inmanentista) es la que mejor se manifiesta en los objetos artísticos. Más aún, los objetos estéticos son aquellos que se definen por su posible cambio de perspectiva enunciativa.7
A Eco le interesa desde el principio este fenómeno aparentemente anómalo (leído desde las teorías de la verdad por correspondencia) de la apertura estética y, en general, de toda apertura significativa porque (en este cotexto teórico) desaparecen precisamente los límites entre mensajes estéticos y no estéticos. La apertura se impone como un “problema” general de la comunicación humana y en particular de la comunicación artística. Y ésta será un poco la pregunta casi obsesiva de Eco (y luego, de toda la crítica deconstruccionista) durante los siguientes treinta años.
El concepto de “apertura” es, en definitiva, un fruto maduro de la teoría textual de la Modernidad Occidental; casi una de las conclusiones inevitables de una secular discusión en torno a la validez semántica y cognoscitiva del texto, de la efectividad pragmática del relato implicado y de los límites de explicitación de sus presupuestos indecidibles. Más aún, de las condiciones de posibilidad de una teoría del sujeto en el seno de una potencial teoría unificada de lo social en clave sígnica (Mancuso 1988; 1991; Rossi-Landi 1961).
Siguiendo y expandiendo esta primera lectura que Eco hace de Tomás de Aquino es que podemos descubrir esta prehistoria de la semiótica contemporánea y muy particularmente de la teoría de la apertura. Tomás, con su giro teórico acerca de su teoría del significado y de la significación, inicia una reconsideración de la teoría del significado que se desarrollará en los siglos subsiguientes. Pues de afirmar que había sólo una única verdad y de una única manera accesible, Tomás muestra –a pesar de su innegable ortodoxia–que lo que no se ajusta a esa perspectiva de verdad, no es necesariamente un todo de fantasía o falsedad: afirma implícitamente que puede haber ilimitadas perspectivas de lectura de la realidad.
En este racconto de la teoría del significado de Tomás, están presentes además, todos los problemas que se debaten cuando se discute la teoría de la apertura: la verdad del lenguaje o la relación del lenguaje y la verdad; la relación gnoseológica y lógica entre lenguaje y realidad e incluso una justificación pragmática del arte.
La teoría de la apertura
El concepto de apertura, tal como es entendido en la literatura semiótica y en la estética contemporáneas, fue indudablemente la gran contribución de Eco a la reciente teoría del arte. Posee sin embargo, alargando y flexibilizando su concepto, antecedentes remotos que podrían remontarse a Dante Alighieri y su ya clásica definición de los cuatro significados de la poesía (Epistole, XIII); pero como preciso tecnicismo pragmático, comienza a popularizarse en la segunda mitad del siglo XX, a partir de la publicación de Opera Aperta (Eco 1962) que, gracias a su logrado título, permite la difusión de uno de los términos teóricos fundamentales de la semiótica y de la crítica textual contemporánea
Este concepto se aplicó fundamental y primariamente de modo bastante ambiguo, en las primeras versiones de la teoría, a las obras de arte; pero paulatinamente adquirirá connotaciones diversas hasta que se comenzará a aplicar, por extensión y en ulteriores formulaciones, tout court, a todo texto.
La primera aproximación de Eco a la cuestión, a fines de los años cincuenta, fue en tanto problema: es decir se imponía dar cuenta del “problema la apertura” de la multiplicidad de sentidos de la obra artística, de la no univocidad de sentidos de la misma:
El tema común en estas investigaciones es la reacción del arte y de los artistas (de las estructuras formales y de los programas poéticos que las rigen) ante la provocación del Azar, de lo Indeterminado, de lo Probable, de lo Ambiguo, de lo Plurivalente (...) En suma, proponemos una investigación de varios momentos en que el arte contemporáneo se ve en la necesidad de contar con el Desorden. Que no es el desorden ciego e incurable, el obstáculo a cualquier posibilidad ordenadora, sino el desorden fecundo cuya posibilidad nos ha mostrado la cultura moderna: la ruptura de un Orden tradicional que el hombre occidental creía inmutable y definitivo e identificaba con la estructura objetiva del mundo (...) Ahora bien, dado que esta noción se ha disuelto, a través de un secular desarrollo problemático, en la duda metódica, en la instauración de las dialécticas historicistas, en las hipótesis de la indeterminación, de la probabilidad estadística, de los modelos explicativos provisionales y variables, el arte no ha hecho sino aceptar esta situación y tratar –como es su vocación– de darle forma (Eco 1962 (1984: 30-31).
La apertura no es vista en tanto cualidad inmanente, inevitable o (quasi) esencial de la obra sino como un “simple” problema comunicativo, de recepción de la misma, consecuencia de cierto grado de heterogeneidad o asimetría entre el emisor y el receptor.
El primitivo concepto de apertura, presente en los primeros trabajos de Eco, se refería principalmente a cierto grado de ambigüedad de la información comunicativa de la obra de arte y no tanto a una incompletud del sentido de la misma, asequible en el acto receptivo. Pero por otra parte y desde el principio Eco dice que además de un concepto teórico, el concepto de apertura está tematizado en las manifestaciones artísticas del siglo XX. Es decir, Eco intuye, ya desde la primera formulación de la teoría, que el concepto de apertura no sólo es la base de una teoría del arte o una metateoría del lenguaje, sino que justamente aparece como tema de muchas de las obras artísticas del siglo XX. Precisamente, la teoría de la apertura textual se ve rápidamente superada y englobada por una teoría de la cooperación del lector. Muchos son los términos similares al de apertura que comienzan a circular a partir de la segunda mitad del siglo XX en el ámbito de la literatura de orientación semiótica general, postestructural y deconstruccionista. Términos teóricos tales como “cooperación del lector”, “disolución de las estructuras textuales”, “deconstrucción”, “deriva libre”, “incompletud estructural”, “lector”, “goce textual” y tantos otros, circulan vehementemente en la bibliografía especializada. Pero no todos ellos –ninguno de ellos quizá– son absolutamente equivalentes (si bien responden a un paradigma común). Sin embargo, en esta diversidad conceptual e ideológica, cuando hablamos de apertura o de obra abierta, estamos hablando siempre y necesariamente, de una teoría o estética de la recepción. O sea, estamos planteándonos problemas que están prioritariamente en el orden de la pragmática y que centran el estudio de la semiótica general en o desde la pragmática como determinante última del sentido: el modo en que la obra artística o cualquier mensaje en definitiva es recepcionado.
Esto es importante porque evidencia, además de un cambio teórico, un cambio metodológico radical, copernicano, en el estudio del arte en particular y del lenguaje en general.
Ya se puede anticipar una conclusión clave: las diferentes concepciones o teorías acerca de la apertura, serán determinadas por la concepción que se tenga del referente. La imposibilidad de ver la apertura de la obra artística, y en general de todo texto, como algo más que un problema, se debe a la imposibilidad de desnaturalizar su referente; a la admisión acrítica de que una obra comunica, denotativamente, algo que su mistificado autor –cual primer propietario de la misma– desea comunicar y que el lector, por un acuerdo implícito y tácito, debería obligatoriamente escuchar e incluso aceptar, como condición de no traicionar el sentido de la obra. Es en este cotexto teórico, asumiendo alienadamente estas premisas, que se elaboran las primeras, tímidas versiones de una teoría de la apertura que llegará a desarrollarse como uno de los más sólidos fundamentos teóricos de la posterior deconstrucción.
Ahora bien ¿cómo es que podemos relacionar epistemológicamente la principal discusión tardo medieval con uno de los principales términos teóricos de la semiótica contemporánea? Ocurre que, como ya se intuye, el concepto de apertura es un concepto muy ambiguo, tal como lo atestigua la misma obra de Eco y demás estudios culturológicos contemporáneos. Es interesante notar cómo el concepto va cambiando a lo largo del siglo XX y va adquiriendo distintas acepciones más o menos realistas o nominalistas, dialógicas o monológicas, monistas o dualistas.8 El mismo concepto teórico de apertura es un buen testimonio de ello y sirve, además, de enunciado observacional contrastivo de dicha evolución: i.e. de nacer como un concepto teórico y metateórico, centrado fundamentalmente en problemas de la recepción, termina convirtiéndose (a posteriori) en un concepto acerca de la inherencia de la producción estética; o, inversamente, la semiótica del arte (siguiendo la senda ya recorrida por las poéticas clásicas) debió dar cuenta de una transformación epistemológica, tematizada en la obra artística, en cuanto explícitas instrucciones de lectura del texto.9 La “apertura” entonces, de ser (i.e. de ser leída como) un defecto, pasa a ser valorada como un elemento consustancial de la producción estética.
Perspectivas epistemológicas en los estudios textuales
Una historiografía de la crítica de los estudios textuales podría reducir su historia a dos perspectivas básicas, eventualmente complementarias: una más difundida, hegemónica y casi exclusiva, auctor-centrista,y otra (menos practicada y casi patrimonio exclusivo de la semiótica literaria contemporánea),10 lector-centrista.
La tradicional crítica auctor-centrista,encarna un paradigma más o menos explícitamente “estructural” o “formal”, pues su discurso se centra casi inevitablemente en aspectos constructivos de la obra de arte (su estructura formal, su estructura profunda, la dinámica de sus personajes, los significados alegóricos o míticos de los mismos, etcétera) o en cuestiones “histórico-filológicas” (fuentes, antecedentes, influencias, entre otras) que explicarían en definitiva cómo esa obra fue elaborada, producida, materializada.
En cambio cuando proponemos estudios lector-centristas, centrados en la lectura de la obra o en su lector, estamos planteando cómo fue recibida, recepcionada, leída o acogida, aun cuando no necesariamente estemos afirmando que el sentido de la obra se complemente en la instancia receptiva (lo que ocurriría tan sólo cuando se aceptan postulados teóricos fundamentales, como el concepto de semiosis ilimitada o de interpretante). Lo que sí siempre ocurre en una perspectiva centrada o que privilegia la lectura, es un movimiento, una traslación de tipo teórico y también metodológico.
Haciendo un racconto rápido de la historia de la teoría y de la práctica estética se puede fácilmente contrastar que, más allá de las diferencias y de la filosofía del arte más o menos implícita, la estética tradicional se preocupó por entender qué cosa era el arte, cuál era su esencia o cómo se producían las obras artísticas y qué significación portaban. Por siglos, en cualquier orientación artística –literaria, musical, plástica– el problema de la estética, de la teoría del arte, fue exclusivamente el deseo o intencionalidad del autor: qué quería o había querido decir, cómo había pensado o como concebía el tema, cuál era su actitud ante la problemática tematizada en la obra, etcétera; prácticamente ningún crítico se preocupaba por cómo esa obra se transmitía, cuáles eran sus problemas receptivos o si existía algún problema de asimetría, o al menos de heterogeneidad, entre el autor y el lector. Habría que remontarse a Platón para encontrar, por ejemplo, la seria preocupación acerca de los efectos receptivos efectivos que una obra de arte podía tener en los lectores de la República ideal.
Es decir, ninguna de estas estéticas (que por otra parte no realizaban, en la mayoría de los casos, análisis concretos de obras o autores) se planteaba el problema de la recepción; ni siquiera en términos de "error" receptivo (tal como efectivamente realizará, mucho menos original de cuanto se pretendió, la Escuela de Constanza). A lo largo de muchos siglos, sobre todo desde la temprana Modernidad, el problema de la recepción no existía prácticamente; no se planteaba ni siquiera como posible tema de estudio. Se partía de un supuesto, implícito en la mayoría de los casos, de que no había ningún tipo de problema entre lo que se emitía y entre lo que se recibía, entre lo que se decía y lo que se escuchaba.
La cuestión no es obviamente gratuita e implica una perspectiva epistemológica determinante: el auctor-centrismo supone un concepto de verdad mas o menos universal, cualquiera sea esa verdad; cuando empiezan a plantearse problemas de recepción, lo que se está reconociendo de alguna manera –aun implícitamente– es que tal vez no hay un concepto de verdad universalmente aceptado, aceptable o generalizable. Es, en cierta medida, la consecuencia de la aceptación más o menos mediatizada de una ideología de la relatividad lingüística (Rossi-Landi 1968) o, como hipótesis de mínima, de que por lo menos hay problemas para reconocer algo como socialmente “verdadero”.
La veracidad del referente y el problema de la recepción
Pocos teóricos, antes y después de Tomás de Aquino (y a pesar de sus límites), se plantearon el problema de la recepción de modo explícito.11 No cabían dudas acerca de que lo que había que aceptar era una verdad única, aunque no siempre se coincidiese en cuál fuera esa verdad; siempre se podía llegar a discutir el valor de ciertas verdades (la redondez de la tierra; la teoría heliocéntrica; la libre interpretación de los Evangelios; las teorías evolucionistas; la superioridad racial) aun cuando el hecho de discutirlas podía tener consecuencias terribles. No es que no hubo problemas semánticos o pragmáticos en torno a la veracidad del referente, pero la dominante teórica no discutió prácticamente nunca acerca de esta cuestión.
La primera Modernidad fue abandonando la idea de una estética de la recepción y se fue concentrando en otros problemas; se fue afirmando algún tipo de conocimiento o concepto de las “bellas artes”, pero algunas discusiones propias de la Edad Media acerca de la realidad del referente pasaron a un segundo plano. Una de éstas (posiblemente la principal cuestión lógico-semiótica), la de la oposición de los universales y los particulares, la oposición entre realismo y nominalismo fue drásticamente reducida por una naturalización nominalista del referente: simplificó la cuestión en qué hay que entender como cierto o como no, como verdadero o como falso de un referente natural indiscutible.
Esta problemática adquiere relevancia en especial en la Baja Edad Media, cuando aparece el problema de la recepción o de la validez de los mensajes o de distintos sentidos de los mensajes.
Según Dante (Epistola XIII) toda obra de arte, toda poesía, podía tener cuatro interpretaciones, cuatro lecturas, cuatro mensajes. Pero esa pluralidad de sentidos no sólo estaban ya a-priori en la obra sino que se correspondían con sendos referentes objetivos a quien tuviese la competencia socio-pragmática para leer, aun sus sentidos ocultos: uno literal, uno alegórico, uno ético y uno anagógico (que hoy llamaríamos algo así como ideológico). Dante, reproduciendo ideas que estaban ya presentes en la estética realista crítica de Tomás de Aquino (cfr. Eco 1956), tenía en claro que cualquier mensaje, sobre todo si era artístico, transmitía múltiples sentidos implícitos en determinados códigos o subcódigos presentes en la obra. El texto contenía sin embargo, ausencias objetivas, teológicamente infinitas, inaccesibles en principio para el lector.
La concepción estética del realismo crítico, opuesta al nominalismo medieval y moderno, suponía una concepción alienada de un público, hasta cierto punto más homogéneo u homogeneizable. Más aún, el discurso del tomismo no se planteaba, strictu sensu, el problema de la homogeneidad del público, pues las diferencias de lecturas si no se debían a la inadecuada contextualización de uno o más de los cuatro sentidos posibles, se debían –en última instancia– a un problema de incomprensión de un referente infinito y sólo revelable en una mínima porción a la limitada mente humana.
A pesar de esta potencial desmesura, cuando no reconocida, entre el lector y su referente, en última instancia había una absoluta simetría entre la recepción y la producción que determinaba que lo que había que entender era el discurso del artista acerca de ese referente infinito, mediado en ese mensaje. Es decir, si había un problema receptivo, sobre todo en la obra artística religiosa o filosófico-teológica, era un problema de adecuada interpretación del referente aun sabiendo que sus sentidos podían ser múltiples, porque infinito era el todo de lo denotado. Entender el sentido profundo que el artista había querido dar a la obra, reflejaría cuál era la lectura verdadera de esos hechos, porque en definitiva estaba reflejando el fragmento de verdad posible y enunciable acerca de la historia sagrada o de la infinita realidad del mundo.
En las estéticas o las teorías del conocimiento anteriores al Novecientos, la preocupación no estaba en el receptor porque no se admitía como posible, que existiese un cierto problema acerca de la verdad. El único problema reconocible era, en definitiva, por qué el hombre común no aceptaba de buen grado la verdad, en última instancia revelada o revelable por alguna hermenéutica. Esa no aceptación podría deberse a problemas de método (Descartes) o a problemas morales, valorativos o éticos. A lo sumo los filósofos del arte podían admitir que la verdad era acumulativa, perfectible, paulatinamente revelada e incluso mudable, pero no se dudaba que existiese un concepto de verdad universalmente reconocible como tal o como desideratum futuro, utópico. La verdad de alguna manera era un objeto cognoscitivo "real".
Hacia fines del siglo XIX, ese concepto de verdad empieza a problematizarse en los primeros planteos posthegelianos y como consecuencia del profundo cambio de las condiciones materiales de la sociedad finisecular. Pero hay un aspecto que no se debe dejar de lado al estudiar el surgimiento del concepto de apertura: el problema de la recepción está relacionado con el surgimiento de un "arte de masas" y es consecuencia, también, de la globalización de la cultura europea en el contexto del gran Imperialismo del siglo XIX.
El contexto histórico es definitorio: antes de 1850, hasta el 90% de la población de las culturas escriturarias, que no eran todas, era analfabeta (analfabeta, in strictu sensu, en cuantoa la escritura como imposibilidad de escribir y leer). Pero también podemos hablar de un analfabetismo extendido a otras artes, como no-lector o lector no educado ni habituado a determinados géneros, tipos o estilos. En este sentido muchas artes no tenían un público o poseían un público extremadamente reducido.12 Obviamente siempre hubo manifestaciones artísticas masivas o por lo menos colectivas: la tragedia ateniense, los juegos medievales, las catedrales góticas, el teatro isabelino, el concierto sinfónico o la ópera burguesa. Pero los artistas concebían su obra previendo un lector modelo que no era el de masas; en particular en algunas manifestaciones de la literatura –en especial la lírica– y de la música académica y, en menor medida y por diversos motivos, de la plástica.
La problemática central radicaría en determinar qué grado de circulación había de los bienes artísticos. Algunos de ellos tenían una intención pública (por ejemplo un mural en una iglesia o en un ayuntamiento u obras dramáticas y musicales que se interpretaban en la plaza pública, las misas gregorianas, las coplas travadorescas o las canciones épicas); pero mayormente, había productos en la Antigüedad o en el Medioevo que no eran tan públicos: el retrato del señor, el pequeño concierto, el poema lírico, entre otros. Entonces, y a pesar de una importante tendencia al arte público, la obra artística era cerrada: no sólo por su circulación limitada sino también por la implícita concepción del lector modelo y de su rol en el proceso comunicativo.
La cuestión no es sólo cuantitativa (referida a la cantidad de los receptores) sino también cualitativa en cuanto a la instauración de una relación hegemónica de alta homogeneidad ideológica entre el autor y el lector, ante el hecho –fácilmente contrastable– de que autor y lector participaban de un universo de discurso más semejante que en el arte de masas, en donde la relación entre ambos estará en gran medida determinada por la heterogeneidad y la potencial entropía comunicativa. Es decir, entre la potencial emisión de una “popular” tragedia ateniense del siglo V a.C. o un fresco en una iglesia gótica y su efectiva recepción “masiva”, había un universo de discurso mucho más homogéneo que el verificable entre un novelista naturalista del siglo XIX o un plástico vanguardista de principios del siglo XX y sus potenciales lectores efectivos, debido, principalmente, a una heterogeneización (diastrática, diatópica y diafásica) de los mismos, como consecuencia de una cada vez más intensa, amplia e ilimitada circulación de los productos estéticos.
Cuando el arte se convierte en un arte de masas, aumenta conscientemente la entropía buscada, impuesta por el autor. No es que no hubiera entropía en la recepción precedente: siempre fue hipotéticamente posible que entrase un ateo o un hereje a una catedral gótica o un extranjero, alguien que viniese de otra cultura asaz diferente; o que en la Edad Media un sarraceno capturado entrara en una iglesia y tratara de leer, desde su propio universo del discurso, un mensaje abierto a múltiples interpretaciones o misreadings, mas allá de qué grado de diferencia cultural hubiere. Pero, obviamente, la probabilidad más alta era que quien fuese a una iglesia compartiera –o creyese compartir en cierta medida– ese universo del discurso y ese código de enunciación y de lectura predominantemente no-abierto, i.e. (auto)modelizado como monológico.
La plástica y la música empiezan a reproducirse, económica y masivamente con el gramófono y el retrograbado; los obreros y los campesinos se transforman en lectores de manifiestos anarquistas o de folletines de aventuras, editados masivamente por periódicos proletarios. El siglo XIX, por esta ampliación sintagmática y paradigmática de los lectores –consecuencia de la moderna imprenta y de la alfabetización masiva– heterogeiniza irreversiblemente el receptor de la obra de arte, ahora producto estético masivo, víctima de un creciente defasaje cultural del sustrato (por eso) ideológico del emisor y del receptor.
Probablemente esta heterogenización se dramatice en la obra y ésta, cual metáfora espistemológica (Eco 1962), comienza a dar cuenta, tematizadamente, de tal diversidad ahora epistémico-metodológica.
La “apertura” es así actualizada, profundizada e ineludible con el arte o estética de masas o, más estrictamente, con la mayor y más masiva difusión de productos culturales, entre los que se incluyen aquellos propios de una estética de masas ad-hoc; es decir, productos culturales y artísticos, pensados especialmente para grandes públicos, para su instrucción, adoctrinamiento, educación, homogenización e incluso para su eventual consenso.
El proceso presenta una original inflexión en la segunda mitad del siglo XIX, en el que cuaja la primera, verdadera manifestación artística de arte de masas. Un breve análisis revela la diferencia: la literatura burguesa del segundo Ochocientos no sólo es masiva sino masificable por reproducible y por difundible; es expandible y militante. No sólo es para la masa sino por, a favor de la masa (o finge serlo); se va convirtiendo cuantitativamente en un arte de masas (se publica en los diarios, en revistas ilustradas, hebdomadarios periódicos, económicos y menos censurables). La gente aprende a leer y esta literatura se va difundiendo a todos los ámbitos sociales, se amplía el público lector, se universaliza y democratiza potencialmente. Surge un primer momento de masividad de la lectura en Europa y nace un determinado tipo de narrativa: de aventura, folletinesca, detectivesca, ciudadana, que enseña el método de dominio de la práctico de realidad. Pero esta literatura que hunde sus raíces en la primera Modernidad del siglo XV, la del descubrimiento de América, también produce o padece una insostenible heterogenización del lector: comienzan a leer los analfabetos, los hijos de los iletrados y los extranjeros, inmigrados o conquistados, pues es la literatura del imperio, del gran imperio planetizado que trasladó a millones de conquistadores, colonizadores y emigrados a todos los rincones del planeta. El gran imperio colonial del segundo capitalismo desconocerá fronteras y deberá reconocer, a su pesar, el derecho de enunciación sígnica a todo un contradictorio universo cultural, nunca antes emisor quasi-hegemónico, nunca antes receptor de un explícito discurso artístico de la hegemonía. La literatura del siglo XIX es la primera literatura de masas por su radical masividad; pero también es la primera literatura masivamente heterogénea, con los consecuentes fenómenos de culturas en contacto y de inevitables incomprensiones mutuas.
El proceso no sólo se traslada al siglo XX, sino que se agudiza y profundiza, extendiéndose así a toda la producción artística, hasta fundar estilos o géneros determinados por canales expresivos que son sólo y exclusivamente masivos, tales como el cine o muy especialmente la radio y la televisión: impensables formas comunicativas intimistas; formas artísticas (si lo son) sólo posibles si son de comunicación masiva. Obviamente el concepto de lo estético se amplía y extiende a un esquema transversal; ya no es el viejo concepto de obra de arte como producida en cenáculos y ni siquiera como ideología hegeliana de clase, ni es que tampoco falte una permanente reconducción del sentido común a las formas expresivas de la hegemonía. Existe, ante todo, un aumento cuantitativo –y por ello cualitativo– de los agentes artísticamente activos, favoreciendo una constante y permanente creolización, ahora militante, consciente, indefinida.
Veritas in dictum
El principio lógico-semiótico que se deriva de algunas de las críticas de Tomás a la escolástica anterior, se puede resumir en los términos “veritas in dictum” (“la verdad en lo dicho”). La verdad (no total, ni absoluta, ni dogmática) inmanente (pragmática) en lo que se dice. En otras palabras, hay un minimum de razón (enunciativa) suficiente en cualquier afirmación. Inversamente, hay significados, muchos significados, mas allá de la conciencia explícita de lo que se está diciendo.13
Desde este punto de vista, al postular el principio de “verdad en lo dicho” se podría incluso reformular el modelo semiótico del significado. Es decir, cuando se enuncia algo acerca de algo, quien enuncia supone que sus afirmaciones son, parcial o totalmente, “verdaderas”. Por ello, en un modelo semántico reformulado según estos términos (Eco 1975), se podría reemplazar el término “verdad” por “significado” e incluso mejor aún por el de “proceso de significación”.
El principio de la “veritas in dictum” y su consecuente corolario pragmático de que existen muchos más significados en lo dicho de lo que se cree que se dice, es fundamental para la aceptación de la teoría de la apertura o por lo menos para la posibilidad de describir el fenómeno de apertura de primer grado (Eco 1994), i.e.: cuando digo algo, creo que digo una cosa y otro/s escucha/n otra/s cosa/s que (según quien enuncia o escucha) puede ser cierto, no-cierto, verdadero, falso, disparatado o aberrante. Se supone que el significado, en cierta medida es verdadero. El gran presupuesto de nuestro lenguaje es que lo que decimos es cierto, por perfectible que hipotéticamente sea. Suponemos que se dice la “verdad”, por eso se habla (es “mi” verdad, pero por lo general esta estipulación permanece encubierta o implícita cuando no se explicita performativamente, incluso, su contrario). Este es un presupuesto comunicativo quasi universal. Es el primer presupuesto de la enunciación y el único necesario para la constitución semántica del relato. De la aceptación de este principio se derivará su eficacia pragmática.
Cuando se miente se parte del supuesto de que el otro cree o finge aceptar que se dice la verdad (textual). Más aún, quien miente lo hace fingiendo que dice la verdad (referencial o por lo menos textual), porque de no ser así, no tendría sentido la mentira; sería un simple juego de suposiciones o presuposiciones universales in abstracto. Por eso es tan profunda y a la vez tan simple la definición de semiótica que se encuentra en la introducción al Tratado de Semiótica General de Eco: “(...) la semiótica es, en principio, la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir” (Eco, 1975 (2000):22). En definitiva, una teoría de la mentira es una teoría de la verdad o una sutil definición de ella. Cuando se miente se presupone que hay algo “verdadero” que se desea ocultar o acotar (i.e. se desea limitar la posibles lecturas del texto presupuesto). Hay un intento de aumentar la simetría comunicativa, disminuir la entropía de la comunicación natural, ocultando cierto tipo de información con el fin de provocar, inducir y/o limitar determinadas prácticas. Cada vez que se enuncia, se presupone siempre, que hay una verdad referencial por pragmática; no se puede escapar a un concepto de verdad entendida como un significado “real”, adecuado, útil o conveniente.14
Podemos definir pragmáticamente “verdad”, como un signo enunciado en un determinado contexto que significa algo para alguien, cuando tiene algún sentido. Esa significación es la verdad en ese contexto.15
Pero contextualicemos a su vez la breve y precisa afirmación de Tomás “veritas in dictum” y extraigamos las últimas consecuencias. Consciente o no, intencionalmente o no, esta afirmación fue enunciada considerando un público potencialmente universal. Tomás partía del supuesto de que la humanidad era única y divina, pero como realista crítico hacía también parte de la ilustre y milenaria tradición meridional (la misma que se desarrollará –no sin consecuencias notables– en Vico (1744) y Croce). Reconocía por tanto que ese público abstractamente universal, era muy distinto, ilimitadamente heterogéneo y pecador; y este no era un hecho circunstancial o irrelevante, sino un dato irrefutable de lo real. Entonces afirmar la “verdad en lo dicho” implicaba reconocer las condiciones de posibilidad de la histórica e irrevocable pluralidad de las lecturas eventuales; implicaba aceptar, más allá de su teologicismo universalista, que la verdad es empíricamente parcial e inasible en su totalidad. Potencialmente cada uno podría tener su lectura de esa verdad, en este caso del mismo Dios. La herejía era, por ejemplo, parcial y verdaderamente herética y no una simple e inocua o inopinada ocurrencia.
Por todo ello el lenguaje no es, no puede ser, no debe entenderse como literal –lo que equivaldría a decir total– sino parcial y por eso simbólico. Afirmar que el lenguaje no es literal implica negar su pasiva, ingenua referencialidad (Wittgenstein [1953] § 1-18). Si el lenguaje fuese literal, podría ser a veces erróneo y a veces verdadero; afirmar la literalidad implica afirmar el error y la Verdad, la heterodoxia y cierta ortodoxia objetiva(da). Es decir, si se presupone que el lenguaje es literal la comunicación humana puede ser entendida solamente como un proceso redundante de transmisión de significados cerrados universalmente verdaderos o como un programa pedagógico de imposición dogmática (Wittgenstein PU: §18-35).
El modelo comunicativo de la literalidad, núcleo del modelo de la presencia, además de sus implicancias gnoseológicas, epistemológicas y éticas no logra dar cuenta de cómo funciona el lenguaje en los procesos comunicativos cotidianos: ni literales, ni perfectos o absolutos.16 Es por ello que el modelo de la presencia debe recurrir a la postulación de la alegoría, para explicar mínima, metafóricamente, los límites de la referencialidad. Pero el recurso de la alegoría, de la metáfora así entendida como sustituto o como degradación de la referencia, conlleva otra paradoja: “lo dicho es universalmente verdadero pero mi dicho o el modo de lo dicho, es referencial, literalmente falso”. Por ello la alegoría en sus distintas variantes postula, para salvar su veracidad universal, la fábula pedagógica, con tal de no reconocer la parcialidad e historicidad del enunciado. “No es así pero casi”, “no es justamente lo que se quiere decir” o “no es así pero ésta es la senda de la verdad”, son variantes de la fórmula del principio de la literalidad. Se postula así, siempre, una verdad que no se puede revelar, no por su excedencia sino por su inefabilidad esencial. Todo dualismo abreva en estas formas del enunciado inconsciente o trascendente sin agotarlas.
Se postula así un principio enunciativo de incomunicabilidad, un principio anti-pragmático y por definición ontologizante y metafísico. El trascendentalismo ontológico no se contenta con la “realidad” lo que conlleva a su negación por mistificación (es decir, por su desprecio la justifica). La realidad aparece así como prescindible, irrelevante, tautológica, vana, insignificante. Las puertas del misticismo permiten el mal mundano, porque el mal no existe en el más allá. Por eso lo que se hace “acá” no importa. Lo que realmente interesa está en otra dimensión a la que no se tiene acceso.
Estas concepciones más o menos trascendentalistas están implícitas y explícitamente refutadas por Tomás a quien le interesa defender un principio empírico-pragmático de la realidad y de la responsabilidad de las acciones humanas. El error se aleja de todo fatalismo al considerárselo un hecho histórico aunque no relativo por su parcialidad. Lo incognoscible es así traducido como lo no cognoscible sólo por su excedencia, no por su esencialidad trascendente.
Para el realismo crítico medieval, máximamente representado por la obra de Tomás de Aquino, la afirmación de que el lenguaje no es literal, implica afirmar la existencia real aunque parcial, del mundo. Por el contrario, aseverar la literalidad del lenguaje, conlleva una cierta negación de la “realidad”, de la existencia; pues si se dice “el/mi lenguaje es (potencialmente) literal (o sea completo, exhaustivo, definitivo)” lo que se afirma textualmente sería, en principio, literalmente cierto. Pero en el caso que se demostrase su falsedad relativa, su di-senso o su refutación pragmática (destino casi inevitable de todo enunciado histórico real), se podría concluir forzosamente que nada es cierto porque nada es absolutamente verdadero.
Esta es la conclusión común de todos los modelos dualistas: los objetivistas abstractos, pero incluso también místicos y/o irracionalistas: desde los místicos cristianos (agustinianos, gnósticos) y sufíes hasta las múltiples variantes del budismo, pasando por los dogmatistas y esencialistas extremos. Todo lo que se dice o hace es (potencialmente) falso porque debería ser literal pero nunca lo es definitivamente: entonces esta vida no interesa o es superficial o es una pálida, imperfecta e incluso indigna copia del ideal oculto. Este modelo repudia de alguna manera el mundo, la existencia, en definitiva repudia a la vida terrena, que concibe como ficción o caída.
El lenguaje entonces, paradójicamente, al ser falso, al no poder dar cuenta de lo trascendente, se concluye, no da cuenta de nada. Es una simple suma de nombres, flatus vociis, a veces cargados de significado esotérico (como en la Cábala) pero no de valor histórico, social o empírico. El nominalismo, supuesto empirismo extremo, implica sin embargo la afirmación de una ideología reaccionaria17 extrema, por vaciar al lenguaje de su valor y sentido histórico, de su espesor social inmediato, y tan regresiva socialmente como su contracara, el dogmatismo esencialista.
Desde una teoría general de la pragmática, las tesis del nominalismo empirista y las del dogmatismo esencialista, no dejan de ser lógicamente equivalentes. Para ambas, el ámbito del lenguaje está en el terreno de los hechos ciegos de la doxa, no es la episteme ni de la idea.
La vida cotidiana es superficial pero también peligrosa: no importa lo que hagamos en esta vida de apariencias o de estructuras superficiales, lo único que importa es la otra vida (para el místico) o las esencias (para el racionalista). Para ambos se puede vislumbrar la verdad pero no verbalmente: por revelación irracional (para el místico); por raciocinio puro, preferentemente lógico-matemático (para el racionalista). Estas numerosas variantes de nominalismo anti-lingüístico, representan una acendrada tradición anti o pre-semiótica del pensamiento humano, con las inevitables consecuencias performativas de su discurso: la postulación de la inevitabilidad de lo “real”, del significado cerrado de la dimensión del mundo. La naturalización de la univocidad reaccionaria de la semiosis.
Para el nominalismo vivir es hablar y hablar es mentir; de allí ese exagerado culto al silencio formulado por los metafísicos y místicos en general y su elogio de la muerte que marca el fin de la enunciación personal. Vivir es permitir la mentira, prolongar el sufrimiento y la multiplicación del mal. Es preferible la muerte al silencio; el silencio a la enunciación; el monólogo al diálogo. Los realistas críticos y pragmáticos en general, se distancian precisamente de este implícito principio pues las acciones de las praxis, de alguna manera nos interesan, no pueden resultarnos totalmente indiferentes. Pero son parciales. Porque son parciales, no son literales. Porque son parciales, son parcialmente verdaderas. No son verdaderas. No son universalmente reales.
Tomás enfrenta además otra discusión, imbricada a la anterior (que también posee ciertos ecos contemporáneos actuales), que volverá a patentizarse durante la Reforma en el siglo XVI y que es consecuencia precisamente de la valoración que se tenga de la praxis: ¿importan o no las obras para la salvación del alma? En el siglo XIII, esta disputa se centró en la polémica entre los franciscanos y los no franciscanos (en especial los dominicos, orden a la que pertenecía Santo Tomás), entre el papado y el clero seglar y posteriormente agudizada y profundizada, como se dijo, en el siglo XVI, entre protestantes y católicos. Este no fue, para el mundo cristiano tardo medieval y premoderno, un tema tangencial o menor y tiene estrecha relación con las cuestiones relativas al dominio de la empiria y al tipo de práctica política derivada de tales presuposiciones. Entonces, las obras ¿interesan o no interesan? ¿A quién y para qué sirven? Obviamente según la respuesta que se de, se derivará una determinada ética y una moral consecuente.
Todo lo que se haga, se hace en el terreno de la parcial verdad o de la parcial mentira. ¿Pero esta constatación basta para que se le reste toda importancia? La dimensión de la disputa teológica en torno a la justificación de la caridad excede obviamente los límites de nuestro objeto. Es evidente sin embargo que las respuestas posibles a la cuestión se relacionan directamente con el nivel de hostilidad o aceptación que se le de a la empiria y con el nivel de valoración del compromiso social y del reconocimiento de la realidad de la otredad.
Trasladada la disputa al contexto de las luchas sociales de los siglos XIX y XX y a la validación de las teorías y de los discursos sociales contemporáneos, resulta evidente su ineludible importancia. Por otra parte, que una práctica determinada sea parcial no invalidaría su espesor de realidad, precisamente por las consecuencias prácticas de esos actos (enunciativos). La parcialidad del acto es su justificación inmanente, se acepte o no cualquier eventual trascendentalidad.18 En términos tomistas, las obras son un dictum, parcial como todo enunciado, pero que contienen un sentido de la verdad por su misma parcialidad inmanentista.19
Repetimos, el centro de la crítica de Tomás de Aquino es adversus a la teoría del lenguaje como literalidad. Presenta, ya en el siglo XIII, una teoría responsiva del lenguaje como “adversario” de algún enunciado precedente o posterior (cfr. Bachtin [1979]). En el fondo proponer el lenguaje como literalidad (literalmente cierto, universalmente válido), era decir que todo lo dicho es totalmente falso o, inversamente, “irresponsablemente” cierto.
Esta crítica tomista de la literalidad significativa permite descubrir una paradoja central del nominalismo y del racionalismo medieval y moderno, pues si existe un conocimiento totalmente verdadero, será totalmente universal, excluyéndose radicalmente la duda o la diferencia. Si como tal cosa no se verifica, lo dicho es o superficial o tautológico. La empiria siempre, en ambos casos, carece de sentido. Lo paradojal radica en que la consecuencia práctica de ese extremismo significativo, era contrario a lo que se afirmaba.
El parcial mundo empírico tomista navega entre los extremos del racionalismo y del empirismo radicales y se ubica en una redefinición de la relación entre mundo/sujeto mediante la particular relación (¿triádica?) con el lenguaje común.20 En la meditación de santo Tomás el mundo es lo que es (incluso con su posible dimensión trascendental); el ser humano es lo que la creación le permitió ser (falible, perfectible y en parte divino) pero el lenguaje está siempre, inevitablemente, aquí como relación primera y última, produciendo, textual y enunciativamente, sus propios efectos, siempre, más allá de su temporalidad, precisamente por su parcialidad, por su historicidad, por su no-literalidad universal y totalizadora.
Por eso Tomás defiende la realidad del mundo empírico, la relación de ese mundo empírico que él supone (supongamos que él creía que era real trascendental) y la conciencia parcial de esa relación entre el mundo empírico y el mundo trascendental: un Dios eterno que sin embargo precisa de esa relación textual para su revelación. Más allá de los principios que acepta “por la luz de la revelación”, su énfasis está puesto en la relación textual que, como teólogo, habría finalmente de primar, por explicar mínimamente el misterio de la revelación por la cualidad simbólica del lenguaje natural que puede superar los límites de la inmediatez enunciativa.
Si no se puede enunciar literalmente, cuando se enuncia, se enuncia simbólicamente. Todo texto encarna, inevitablemente, un principio de razón textual suficiente, un interés particular contextualizado. Un enunciado particular no podría nunca, desde esta perspectiva, considerarse totalmente “equivocado”. Todo enunciado, por idiosincrásico, posee sus “razones” y lo simbólico tomista radica, justamente, en la particular relación mente/mundo que cada texto, intransferiblemente incluso, propone. Este procedimiento enunciativo en realidad está presentando también su propio mecanismo de verificación textual, con lo cual vuelve a plantearse nuevamente la cuestión de la relación entre las distintas parcialidades entre sí. El mismo texto tiende a autotutelarse de posibles interpretaciones alejadas de su intencionalidad e intensionalidad enunciativa.21
Las lecturas (i.e. producciones textuales inducidas por textos inevitablemente precedentes) se reconocen así como potencialmente ilimitadas, incluso plurales semánticamente, pero no pragmáticamente equivalentes. Hay infinidad de lecturas, infinidad de producciones textuales propias de cada particular relación enunciativa entre mente/mundo, pero tales lecturas no son todas igualmente válidas por su propia perdurabilidad y consecuencia pragmática. Más aún, sobre este particular insistirá sobre todo la ciencia moderna a partir de la reintroducción del principio –no enunciativo pero sí hermeneútico– de la verificabilidad, lo cual significó un recurso a la situación pretomista, aunque trasladando la cuestión desde el momento semántico-enunciativo al pragmático-receptivo. Es decir, con anterioridad a la semiótica tomista, la problemática, el nudo gordiano, estaba puesto en la literalidad de lo que se decía; la ciencia positiva moderna, a partir de la generalización del método experimental galileano, y admitido el principio tomista de la no literalidad de todo enunciado, pondrá el énfasis, de modo análogo, en la verificación pragmática de lo dicho, de su fundamentación empírica. Este neonominalismo moderno, moderado por el reconocimiento de la semiótica tomista, permitiría la pluralidad de lo dicho a condición de la justificación o legitimación hermenéutica de lo enunciado. La verdad es reconocida como una afirmación quasi-objetiva, legitimada por la aceptación social, histórica, no individual sino colectiva del texto y de su entera serie textual inmanente y hegemónica.22 La parcialidad y diferencia del enunciado, su inevitable apertura, se redisciplina en el ámbito de lo socialmente aceptable. Se reconoce, claro, de modo prácticamente irreversible, el carácter de constructo textual como horizonte último de toda enunciación posible.
Del universo potencialmente ilimitado de la pluralidad de enunciados/lecturas, se recorta el universo de los textos (enunciados/lecturas) socialmente aceptables, semántica y pragmáticamente durables, i.e. verdaderos. Se reconoce a partir de la Modernidad y a pesar de las tendencias dogmáticas de los diversos cientificismos que, si bien no todos los enuciados/lecturas son igualmente “verdaderos”, sí son igualmente posibles o al menos inevitables aunque no justificables o socialmente convenientes.
La irreversible tendencia hacia la tolerancia textual plantea, además, una explicación metafísica, teórica o científica de la pluralidad de enunciados y respectivas de lecturas. La pluralidad de lecturas se explica, al menos fácticamente, por la pluralidad humana, que está a su vez sustentada en la parcialidad humana.23 Se desmoronan las valoraciones semánticas y se sustituyen por explícitas restricciones pragmáticas de la pluralidad, a pesar del reconocimiento de la dimensión holística de la totalidad de los enunciados.
La enunciación sobrentiende un universo que es cierto, que es verdadero en su totalidad sub specie textualis. La pluralidad de enunciados/lecturas es irrevocable pero hay algunos enunciados/lecturas que son más probables que otros, estadísticamente considerados como más aceptables, más útiles, más convenientes, más éticos o morales.
En la teología tomista, y más aún en las distintas variantes de realismo-pragmaticista, todo está contenido en el Todo, en el uno, en ese uno universal (no idéntico ni único) que de hecho existe. A partir del mismo principio (“lo que no es literal es en algún sentido simbólico”) se puede entender lo simbólico como las presuposiciones y las implicancias en relación con los actos del emisor, mediante los cuales estaría orientado o predispuesto a difundir ciertas lecturas y desalentar otras. De esta manera el emisor, cada emisor concreto y no el emisor modelo del objetivismo abstrac to, valida, autoriza, performativamente, una consecuente teoría de la lectura. Pero la conciencia textual de cada emisor concreto, por competente que fuere, posee siempre y necesariamente, un límite: no puede (y/o desea) prever todas las consecuencias pragmáticas de su discurso ni tampoco explicitar la totalidad de sus presuposiciones.
Históricamente la Modernidad, después de proponer una teoría que legitimaba la pluralidad de lecturas, restringió excluyente y militantemente el universo de lo legible. Concretamente, en el campo del conocimiento fáctico, privilegió reduccionística y reductivamente, el universo discursivo de las ciencias físico-químicas y naturales, desde un modelo gnoseológico radicalmente empirista y basado en un criterio de verdad por correspondencia. Obviamente este giro epistemológico, consumado finalmente en el paradigma del Positivismo, no será ideológicamente neutro pero tampoco absoluto ni único aunque sí hegemónico.
La existencia en acto de una tendencia textual hegemónica no implica que no haya habido otras tendencias. Pero el problema pragmático que se presenta es la condición de posibilidad de identificación de esas otras posibles tendencias textuales. El mecanismo pragmático de aceptación de determinados textos hegemónicos y de sus subsecuentes lecturas más probables es extremadamente sutil y lábil. Las lecturas cambian constantemente, algunas se imponen como masivas y hegemónicas y otras se relegan u olvidan pero nunca desaparecen totalmente. Siempre hay una tendencia textual pero en un determinado contexto pues toda lectura, como todo signo que es también la lectura, es simbólica. Por eso ningún texto/lectura desaparece totalmente, porque siempre conserva sus posibilidades de actualización discursiva, al menos en determinados contextos, aun cuando sean limitadas sus efectivas consecuencias pragmáticas.
Ese es otro fenómeno interesante donde la lectura de Tomás de Aquino demuestra una gran capacidad interpretativa: las lecturas (que como todo signo son símbolos) nunca desaparecen totalmente. Si aparentemente lo hacen, en algún punto de la semiosis vuelven a aparecer. Esto tiene otras consecuencias pragmáticas importantes. Si las lecturas se multiplican, se suman, se difunden militantemente e incluso las tendencias hegemónicas de la probabilidad de su ocurrencia pueden cambiar pero aparentemente nunca desaparecer, las parcialidades difundidas también se pueden cambiar, aunque no sean universales en el sentido de únicas pero sí plurales).
Para cualquier teoría de la literalidad significativa, en cierto sentido, el arte es algo negativo o superfluo. No es casual que en la República ideal de Platón o en el Paraíso Edénico (donde todos los lenguajes hubiesen sido literales sin residuo significativo alguno) no resultara necesario el arte ni la literatura, es decir, no habría justificación ni teórica, ni gnoseológica ni ética para que existiese el arte.
La teoría del símbolo de Santo Tomás justifica, per se e implícitamente, no sólo la existencia sino también la necesidad del arte. Esta teoría afirma que no puede haber una cultura sin manifestaciones que podemos llamar genéricamente artísticas. O mejor dicho todavía, estéticas. Para Tomás, como para Vico o Croce, el único modo de expresión es estético; todo lo que hacemos tiene una implicancia estética o artística, porque es simbólica, porque es, precisamente, parcial. No hay que justificar el arte porque no puede no haber arte si hay comunicación. En la comunicación, todo lenguaje es de alguna manera artístico. Y la historia del lenguaje, la historia del arte lo testimonia en la perenne dialéctica entre la conservación y la renovación de significados, de formas estilístico-sintácticas, de hábitos receptivos. Esta dialéctica precisamente, podría entenderse como una dialéctica entre lo simbólico y lo literal mediante la pretensión de lo alegórico. Porque si el conocimiento fuera literal, el conocimiento en definitiva sería inmediato, absoluto y no sería necesaria, no se justificaría la comunicación que es así entendida como una irreductible mediación, como el arte en cualquiera de sus formas, es decir como una petición de consenso y no como un reflejo de la realidad.
Entender el lenguaje y el arte como mediaciones y la expresión de la verdad en su parcialidad, implica que siempre estará expresada en lo dicho. Se fundan así, teórica, metodológica y epistemológicamente las bases para una teoría de la comunicación, para una teoría de los significados múltiples e incluso para una teoría de los significados inconscientes. Nada de lo cual hubiese podido desarrollarse sin presuponer la prehistoria tomista de la teoría de la apertura y sus interrelaciones con las teologías y las lógicas medievales. |