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Artículo
AdVersuS, Año II,- Nº 3, agosto 2005
ISSN: 1669-7588
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LA SEMIOSIS COLONIAL: LA DIALÉCTICA ENTRE REPRESENTACIONES FRACTURADAS Y HERMENÉUTICAS PLURITÓPICAS

Walter D. Mignolo
The University of Duke

 

La introducción reciente de la expresión “discurso colonial” (Hulme 1986) en el vocabulario de los estudios literarios abrió las puertas, en mi opinión, a una distribución alternativa del área que había sido representada hasta hace poco (y todavía lo sigue siendo), por la expresión “literatura colonial”. La extensión (en términos lógicos) de “discurso colonial” abarca todo tipo de acciones y objetos discursivos relacionados con y producidos en situaciones coloniales, desde las Capitulaciones de 1492 hasta La Tempestad, desde las Ordenanzas Reales hasta la más cuidada prosa o sofisticada lírica de estilo gongorino. Las ventajas que presentó el concepto de “discurso colonial” sobre el de “literatura colonial” fueron, para mí, enormes. Hizo posible, por un lado, la expansión de los criterios bajos los cuales fue establecido el canon de la literatura colonial. Aunque, más importante aún, hizo posible la relativización del concepto de “literatura”, el cual, especialmente en situaciones coloniales, es doblemente problemático. La expresión “literatura colonial” designa un canon que depende de los criterios discursivos establecidos por los centros metropolitanos y es, por lo tanto, doblemente problemático. En primer lugar, porque la producción “literaria” en las colonias y en el lenguaje de las culturas colonizadas es, en la mayoría de los casos, epígona de la producción literaria vigente en las culturas colonizadoras. En segundo lugar, porque el nombre “literatura” es difícilmente un término adecuado para ser aplicado a las producciones discursivas amerindias (fundamentalmente orales) y a sus producciones escritas (fundamentalmente picto-ideográficas, con la complicación que ofrecen los guipus Incas, los cuales no se avienen a la definición de escritura vigente en la Europa del siglo XVI). La introducción de la escritura alfabética de otros sistemas de escritura que provenían de una tradición oral, o de una combinación de ambos medios comunicativos (como el Popol Vuh o el Chilam Balam, entre otros muchos ejemplos) por parte de los miembros de una población, quienes, hacia mediados del siglo XVI, fueron forzados a cambiar sus hábitos escriturarios ,o por parte de los españoles interesados en comprender las culturas amerindias (tales como la fijación escrita de los tales huehuetlatolli en México o los relatos de Huarochiri, en Perú), no fue una condición suficiente para convertir relatos orales, picto-ideográficos o tejidos (como los quipus) en literatura (Radicati di Primelgio 1949-50). La negación de cualidades “literarias” a la producción discursiva amerindia no es, por cierto, un juicio de valor negativo, ni tampoco una sugerencia de su inferioridad cultural. Las cosas hubieran sido vistas así, sin duda, por parte de los letrados europeos del período colonial. Pero, claro está, no sería cómodo para nosotros seguir viendo las cosas de la misma manera. Por eso es importante modificar los criterios mediante los cuales reconocemos o categorizamos la “literatura” y, sobre todo, verla como una práctica regional y europea, más que como un universal de la humanidad a la cual todas las culturas deben aspirar. Significa, en cambio, reconocer que “literatura” es un concepto regional, culturalmente dependiente y no un universal de la cultura. Por lo tanto, mi juicio sobre las producciones semióticas (orales, picto-ideográficas, textiles y también alfabéticas) no es una negación o una identificación de lo que no tienen (como encontramos en los juicios de escritores europeos durante el siglo XVI), sino un reconocimiento enfático de la diferencia de lo que tienen.

El concepto de “discurso colonial” abrió las puertas para todo este tipo de consideraciones las cuales pusieron de manifiesto, al mismo tiempo, sus propios límites. Esto es, “discurso” es un término que se queda corto para comprender todas las prácticas semióticas arriba mencionadas, puesto que es un concepto que ha pasado a designar producciones orales y escritas en escritura alfabética. Al hacer esta observación no estoy personalizando una crítica a Hulme (1986), a quien cité como una referencia importante en la introducción del concepto. Hulme dejó aclarado que en el área en la cual él condujo su investigación (el Caribe extendido) la mayor documentación era de origen europeo y, por lo tanto, no se enfrentó con los problemas generados por el encuentro entre personas con diferentes sistemas de escritura. Al extender el campo de reflexión a otras áreas, tales como la andina y la mesoamericana, es necesario dar cuenta de una amplia gama de interacciones semióticas que sobrepasan el dominio de la letra y la literatura, aún cuando por literatura entendamos (en un sentido amplio) todo lo alfabéticamente escrito. La noción de “discurso”, la cual implica manifestaciones orales y alfabéticamente escritas, no es quizás la mejor alternativa para dar cuenta de interacciones semióticas entre diferentes sistemas de escritura. El alfabeto latino (Wallace 1989) introducido por los españoles (Mignolo 1989a), la escritura picto-ideográfica de las culturas mesoamericanas (León Portilla 1961; Bricker 1986), y los quipus en los Andes (Radicati di Primelgio 1949-50; Cummins 1991), bosquejan un sistema particular de interacciones que caracterizan el período colonial sino en su “literatura”, sin duda en su semiosis (e.g., interacciones a través de distintos sistemas de signos).

Si limitáramos, en cambio, el uso del concepto de “discurso” para referirnos a las interacciones orales y reserváramos el de “texto” para las interacciones escritas, deberíamos extender este último más allá del dominio de los documentos alfabéticamente escritos de tal modo que comprendiera toda producción semiótica mediante distintos tipos de signos. Si diéramos este paso honraríamos el sentido original de texto (“tejido”, “textil”), reintroducido en la teoría del lenguaje por Bhuler (1934) (Lotman 1973; Mignolo 1978: 104-105) y podríamos justificar la inclusión de los quipus en un sistema de interacciones en el cual por “escritura” se entendió siempre una acción ejercida sobre superficies planas, sea esculpido o pintado. En la Edad Media latina “escribir” era análogo de “arar”. En las lenguas anglosajonas “writing” proviene de verbos que designan también “esculpir”. El griego “graphein” pertenece a una familia de palabras derivadas de “grafía”, y significa también pintar o diseñar. Curiosamente, los quipus son los que más se acercan al sentido original de texto y de tejer, aunque no de manera obvia, con los sentidos asumidos por las palabras con que designo la escritura. Es decir, la escritura, como actividad, se concibió en términos de “arar”, “grabar” o “esculpir”. El texto, como producto, se concibió en términos de “tejido” y de “textil”.

Puesto que en el campo de los estudios coloniales debemos dar cuenta de un complejo sistema de interacciones semióticas corporizadas en discursos orales y en productos textuales, nos es necesario un concepto como el de “semiosis colonial”, el cual tiene la ventaja de liberarnos de la tiranía de los conceptos forjados sobre la experiencia de la escritura alfabética y la desventaja de multiplicar una abundante terminología ya existente. Sin embargo, no hay mal que por bien no venga, y es así que “semiosis colonial” puede encontrar su lugar en expresiones ya acuñadas y respetables tales como “historia colonial”, “arte colonial”, “economía colonial”, etc. En resumen, la noción de “semiosis colonial” introducida para capturar la orientación que están tomando los estudios coloniales centrados en los Andes, en Mesoamérica y la región del Caribe, es preferible a la de “discurso colonial” en la medida en que define un dominio de interacciones poblado por distintos sistemas de signos. El concepto de “semiosis colonial”, finalmente, señala las fracturas, las fronteras, y los silencios que caracterizan las acciones comunicativas y las representaciones en situaciones coloniales, al mismo tiempo que revela la precariedad hermenéutica del sujeto que se da por tarea su conocimiento y/o comprensión.

Tomemos un ejemplo para ilustrar el concepto de “semiosis colonial” que estoy tratando de elaborar. En la figura 1 vemos una “pintura” o “mapa” perteneciente a la Relación de Chimalhuacán-Atoyac (Acuña 1982), un pequeño pueblo cerca de México-Tenochtitlán. En las Relaciones Geográficas se pedía que la descripción verbal fuera acompañada de una “pintura”. He aquí la descripción verbal que corresponde, en la Relación Geográfica, a la figura 1. En realidad, hay dos descripciones, una es la respuesta a la pregunta 4 que pregunta por la fundación del pueblo, y la otra es la respuesta a la pregunta 10, que pide una descripción de él:

figura 1Pregunta 4: Si es tierra llana o áspera, rasa o montuosa, de mucho o pocos ríos o fuentes, y abundosa o falta de aguas, fértil o falta de pastos, abundosa o estéril, de frutos y mantenimientos.

Respuesta: Este pueblo de Chimalhuacán está fundado y asentado en tierra llana y descubierta, a la falda del dicho cerro que dicen de Chimalhuacán (“lugar que tiene rodelas”), a la parte del poniente. Los pueblos que le son sujetos están poblados alrededor del dicho cerro que está dicho, y todos rodean el dicho cerro de Chimalhuacán y están poblados a la orilla de una laguna grande de agua, que alcanza a México, Tezcuco y otros pueblos. El asiento deste pueblo es tierra rasa, sin montes ni arboledas; tiene muchas fuentes de agua, manantiales de muy buena agua, que corren y entran en la dicha laguna.

Pregunta 10: El sitio y asiento donde los dichos pueblos estuvieren, si es en alto o en bajo, o llano; con la traza y designio, en pintura, de las calles y plazas y otros lugares señalados de monasterios, como quiera que se pueda rasguñar fácilmente en un papel, en que se declare qué parte del pueblo mira al mediodía o al norte.

Respuesta: Como está dicho, el asiento deste pueblo es a la falda del dicho cerro de Chimalhuacán y está asentado en la derecera del poniente; no está trazado en pueblo formado. Hay en él un monasterio de religiosos de la Orden del señor Santo Domingo, como se verá en la pintura hecha.

Supongo que la expresión “como se verá en la pintura hecha”, se refiere al monasterio, no necesariamente al hecho de que el monasterio sea de la orden de Santo Domingo. Sea como fuere, la estructura profunda de la representación gráfica no aparece ni siquiera sugerida en la descripción verbal. Si leemos la pintura, en cambio, podemos distinguir dos espacios claramente delineados y mutuamente enfrentados. Dos objetos aparecen en lugares y dimensiones prominentes: la iglesia y el cerro, diagramados en posiciones invertidas. En la cima del cerro se distingue el diseño arquitectónico de un tempo Azteca. El cerro está representado por un glifo común en la pictografía azteca que encontramos comúnmente en los códigos existentes. Aunque el cerro no siempre designa un lugar religioso, muy a menudo lo es, y ciertamente lo es en este caso. No sólo por el lugar estratégico que ocupa en la pintura, opuesto a la iglesia, sino también por el templo diseñado en su cima. Como se ve, la representación del lugar sagrado de las dos culturas compiten en tamaño y relevancia y ocupan espacios enfrentados, divididos por los caminos. Los caminos están indicados por medio de huellas de pies, que sirven regularmente en las pictografías para distinguir los caminos de los ríos; la orientación de las pisadas indica también la orientación de las migraciones. Se podría decir, a primera vista, que en los espacios claramente delimitados, el monasterio ocupa una posición más central que el cerro. Esta conclusión puede ser sugerida por los hábitos de lectura occidentales, que se realiza de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. Juzgando, en cambio, por la orientación de la lectura en antiguos códices genealógicos, esta primera impresión, puede no ser la más adecuada. La lectura “boustrophedon” que piden estos códices, y que generalmente comienzan en el extremo inferior derecho y continúan hacia la izquierda, podría indicar que es el cerro y no el monasterio el que ocupa un lugar prominente en la pintura. Cualquiera sea la dirección de la lectura resulta obvio, sin embargo, que la organización de la pintura pone de manifiesto la conflictiva coexistencia de los espacios amerindios e hispánicos. Lo que la descripción verbal no muestra es la dimensión en la cual una representación híbrida revela una de las características fundamentales de la semiosis colonial. La otra, de la que no hablaré aquí, es el silencio impuesto por las representaciones territoriales de la cartografía europea (Mignolo 1989 b: 98-11; 1990).

La “pintura” de Chimalhuacán no es un caso aislado. Aunque otros ejemplos podrían extraerse de las “pinturas” de las Relaciones Geográficas, voy a tomar un ejemplo de Guamán Poma de Ayala para sugerir la amplitud del corpus. No tengo ninguna evidencia de que Guamán Poma conociera algunas “pinturas” de las Relaciones Geográficas, aunque tengo una enorme sospecha de que sí las conocía, a partir de las numerosas “pinturas” de pueblos que introdujo en su Nueva Crónica (1615: 997-1079), las cuales se adaptan bastante bien a la “pintura” de los pueblos pedidas en la pregunta 10 de las Relaciones Geográficas. Pero, por otra parte, Guamán Poma se lanzó a una representación territorial más ambiciosa, en la cuial, si bien podemos percibir la misma fractura que percibimos en la “pintura” de Chimalhuacán, podemos también percibir la persistencia de los “cuatro pilares del mundo”, comunes a varias cosmologías, en la cual se incluye la cosmología de Tahuantinsuyu, o “el mundo dividido en cuatro partes”. Esta representación cosmogeográfica la encontramos también entre los Navajos (Fig. 2) y, por cierto, entre los Mexica (Fig. 3).

figura 2
figura 3

En la representación del “Pontificial Mundo”, de Guamán Poma (Fig. 4) “el mundo dividido en cuatro partes” ha sido duplicado, y Castilla está representada en la misma forma que el Tahuantinsuyu. figura 4

En la parte superior de la fig. 4 vemos “Las Indias del Perú, arriba de España”, distribuida en las cuatro esquinas y el centro. El mismo modelo ha sido empleado en la parte inferior, para representar a España o “Castilla, debajo de las Indias”. El Pontificial Mundo, al igual que la pintura de Chimalhuacán, ha sido representado mediante la yuxtaposición de espacios coexistentes, divididos por un centro vacío. El vaciado del centro, en representaciones territoriales que manifiestan el punto de vista de las culturas colonizadas, es otro ejemplo de productos culturales híbridos y de semiosis colonial.

Estos ejemplos me permitieron repensar las maneras de comprender el pasado según el legado de la hermenéutica filosófica (Gadamer 1966 (1976)). Si por “hermenéutica” entendemos no sólo la reflexión sobre las formas de comprender, sino el acto mismo de comprensión, entonces la “tradición” en que la hermenéutica filosófica se ha fundado (Mueller-Vollmer 1985) o inventado, tiene que ser reformulada para dar cuenta de la pluralidad de tradiciones y de los intercambios a través de fronteras culturales. En consecuencia, tanto las situaciones coloniales como la semiosis colonial (cuyas relaciones no son de causa a efecto, sino de mutua interdependencia: tanto las situaciones coloniales generan y son parte de la semiosis colonial, como ésta constituye y es parte de aquélla) presentan un dilema para el sujeto de la comprensión. Históricamente las situaciones coloniales fueron estudiadas desde el punto de vista de las culturas colonizadoras, puesto que es en ella donde se generaron las ciencias sociales (economía, sociología, historia, etc.) que Balandier (1951) sugería como los agentes principales; y aún antes de la gestación de las ciencias sociales, se fundaron los estudios comparativos (Winter 1976; Pagden1982). La mirada de los misioneros y hombres de letras del siglo XVI no fue muy distinta de la mirada de los humanistas y científicos sociales de los siglos XIX y XX, aun cuando el observador adoptara una posición de complicidad con las personas, los acontecimientos, las interacciones o los productos culturales de las culturas observadas. El concepto de “semiosis colonial” trae al primer plano el siguiente dilema (al cual por cierto no son ajenos los antropólogos): ¿cuál es el locus enunciativo desde el cual el sujeto de la comprensión comprende situaciones coloniales? ¿En otras palabras ,en cuál de las tradiciones que se quiere comprender se inscribe el sujeto de la comprensión? Por cierto que preguntas tan amplias como éstas no son sólo relevantes cuando se trata de situaciones coloniales o de semiosis colonial, sino también de problemas más específicos como los de raza, género, o clase (como los estudios de y sobre la mujer y la literatura y la crítica “Latina en Estados Unidos”) nos enseñan a diario.

Fue fundamentalmente Edmundo O’Gorman en su estudio La invención de América (1958 (1961)) quien despertó este tipo de preguntas. El interés de Edmundo O’Gorman por la situación colonial no se limitó por cierto a su papel académico de historiador y filósofo de la historia, sino que también involucró su identificación como mexicano y como latino americano. Si como historiador y filósofo de la historia, su lectura de Heidegger lo llevó a cuestionar la historiografía positivista (O’Gorman 1947) y el cuestionamiento de la historiografía positivista lo llevó a desmontar un caso especial a través de los siglos (O’Gorman 1951), como mexicano (o, si se quiere, como historiador y filósofo de la historia mexicana), O’Gorman instauró una mirada distinta en la historiografía dedicada al “descubrimiento” de América. Esto es, sus investigaciones no sólo abrieron un nuevo campo de consideraciones epistemológicas al cuestionar la idea de “descubrimiento”, sino que también postularon un locus enunciativo que no se identificaba con un sujeto “trascendente” del conocimiento histórico (creado por y para un locus enunciativo específico) que coincide con la mirada de un sujeto epistemológica y hermenéuticamente localizada en Europa. La obra de O’Gorman no sólo articuló un desafío académico a la noción de “descubrimiento”, sino también un desafío hermenéutico a la “posicionalidad” del sujeto de la comprensión no identificado ya con la “neutralidad” de la mirada disciplinaria y con la “subjetividad” de la percepción cultural. Si bien es cierto que O’Gorman ignoró el papel de los amerindios en todo este proceso (ligado todavía a la percepción de la historia del Nuevo Mundo y de América concebida por los intelectuales e historiadores dedicados a la construcción nacional) también es cierto que contribuyó a relativizar la presunta universalidad del sujeto de la comprensión asumido por la historia como disciplina.

Soy consciente de las dificultades del tópico que acabo de presentar. Cada vez que hablo de él me acusan de dar prioridad a la situación étnica y cultural del sujeto de la comprensión, y de minimizar el aparato científico o académico que no puede faltar de toda investigación “seria”; o se me acusa de dar preferencia a la relación “empática” entre sujeto de la comprensión y objeto o sujeto comprendido, con el que se entra en diálogo. Se supone que el argumento que estoy construyendo podría resumirse más o menos así: una mujer mexicana estaría en mejores condiciones de entender asuntos relacionados con la posición social de la mujer en situaciones coloniales. O que, por ejemplo, un latino americano que es a la vez historiador o antropólogo o filólogo estaría en mejores condiciones de comprender la historia, la cultura o la literatura latinoamericana que su colega estadounidense o alemán. No es por cierto este el lugar al cual quiero llegar. Mi interés está en las tensiones existentes entre la inscripción epistemológica del sujeto en una determinada estructura disciplinaria y su inscripción hermenéutica en un contexto social en el cual su etnia, su sexo o su clase social entran en conflicto con las normas y las convenciones del juego disciplinario.

El lugar al que quiero llegar, en consecuencia, es el siguiente: los científicos sociales o humanistas que estudian la cultura a la cual pertenecen (por su nacionalidad, su etnia, su clase social o su sexo) no son necesariamente subjetivos, como tampoco los investigadores sociales o humanistas que estudian culturas a las cuales no pertenecen son necesariamente objetivos. Puesto que creo que las teorías no son instrumentos para comprender asuntos que están fuera de ellas sino que, por el contrario, son instrumentos que construyen el conocimiento y la comprensión, empleo “subjetivo” y “objetivo” como ejemplos y no como una aserción de modos de conocer o de comprender. En el contexto de una epistemología constructivista (Von Glasersfeld 1984), “subjetivo” significa que la situación personal y social del sujeto de la comprensión es más relevante que la configuración teórica y conceptual de la disciplina. “Objetivo” significa lo contrario: el conocimiento y la comprensión es controlado por el aparato conceptual y teórico de la disciplina que reprime la “participación” personal del sujeto de la comprensión. En consecuencia, en ninguno de los dos casos es posible decir que un “mejor” conocimiento o una “mayor” comprensión pueda obtenerse en un caso o en el otro, puesto que si nos aproximamos al conocimiento y a la comprensión desde el punto de vista de una epistemología y hermenéutica constructivista, los destinatarios a quienes están destinados los resultados de la investigación, tanto como los motivos en la agenda del investigador, son tan relevantes para la construcción del objeto estudiado y para la figuración del sujeto con el cual se dialoga (tanto cuando se trata de un diálogo entre personas coexistentes como cuando se dialoga con un texto u objeto cultural lejano en tiempo o en espacio), como lo es la construcción imaginaria que resulta de una explicación, de una descripción o de un diseño. En otras palabras: el locus enunciativo es parte del conocimiento y de la comprensión tanto como lo es la construcción de la imagen de lo “real” que resulta de un discurso disciplinario (por ejemplo, filológico, sociológico, antropológico, etc.), puesto que en una epistemología constructivista las interacciones entre los sujetos adquieren mayor relevancia que las relaciones entre el discurso (o los signos) y el mundo. De tal modo que la “verdadera” narración de un asunto o descripción de un objeto o lugar que da cuenta del conocimiento o la comprensión de ellos es una cuestión que se negocia en las respectivas comunidades interpretativas, tanto por el valor de veracidad que sus miembros le otorgan como por la autoridad del locus enunciativo construido en el mero acto de narrar o describir (en forma de conocimiento o comprensión) un asunto, un objeto o un lugar. Además, el locus enunciativo de un discurso o el locus enunciativo de comprensión de un signo no es un espacio cerrado inteligible en sí mismo o en su sola relación con lo conocido o lo comprendido, sino que su configuración depende tanto de lo que se quiere comprender o conocer, como de previos locus enunciativos desde los que se construyeron semejantes o diferentes imágenes de mundo. La construcción del conocimiento y la comprensión ponen en juego, tanto el acto de decir, de hacer y los destinatarios del decir y el hacer, como lo dicho, lo hecho y el mundo al que presuntamente modela, conservando o transformando la imagen de lo “real” construida por previos actos dicentes y previos objetos discursivos o semióticos1 .

En este punto nos hacen falta otros ejemplos que ayuden a comprender el argumento del párrafo precedente. Tomaré dos. El primero, el ejemplo reciente del notable libro de Michael Taussig sobre el terror y la cura en el Putumayo (Taussig 1987) Shamanism, Colonialism and the Wild Man es quizás uno de los mejores ejemplos que se me ocurren para aclarar las tensiones entre el sujeto de la comprensión y la red de procesos en la semiosis colonial que se desea comprender. La construcción del locus enunciativo en el estudio de Taussig se articula ejemplarmente como una práctica que se opone a las normas que regulan el hacer antropológico en la disciplina que él practica y en la cual el libro se inscribe. Al mismo tiempo, el locus enunciativo construye un espacio en el cual Taussig, el antropólogo australiano, se esfuerza por encontrar su lugar y dialogar con una tradición intelectual latinoamericana (por ejemplo, la especial atención que presta a ensayos y novelas de escritores e intelectuales latinoamericanos que condenan el colonialismo y la opresión, tales como Timmerman, Dorfman, Rivera, Carpentier, Asturias, etc.). Esta estrategia señala la apertura de Taussig para escuchar y prolongar las voces de los “otros”: tanto los relatos orales de los habitantes del Putumayo como la tradición escrita de los intelectuales del “tercer mundo”.

El segundo ejemplo no es individualizado, sino que proviene de las contribuciones que escritores, intelectuales y artistas “latinos” han estado y están haciendo en USA. Comienzo por citar un párrafo de Guillermo Gómez-Peña, impreso hace varios años ya en Los Angeles Weekly:

I live smack in the fissure between two worlds, in the infected wound: half a block from the end of Western Civilization and four miles from the start of the Mexican-American border, the northermost point of Latin America. In my fractured reality, but a reality nonetheless, there cohabit two histories, two languages, cosmologies, artistic traditions, and political systems which are drastically counterposed (Gómez Peña 1988:127-134).

Lucy Lippard, en su magnífico libro Mixed blessings: new art in a multicultural America y estupendo ejemplo de semiosis coloniales contemporáneas, toma a Gómez-Peña como un caso ejemplar y cita un párrafo que complementa al primero:

The word “border” is a multiple metaphor for death, encounter, fortune, insanity, and transmutation. At times it is an abyss, a wall, or a spiderweb. Other times it is an infected wound, or a membrane. Some days it´smore like a hole, even a tunnel; and suddenly, it becomes a mirror, dear hug, or a sudden flash (Lippard 1990).

Las representaciones de realidades fracturadas que vimos en estos pocos ejemplos de semiosis coloniales hacia finales del siglo XVI, continúan hoy en día. Lo que se ha ganado es la teorización de la noción de “frontera” y, por ende, de semiosis colonial por parte de artistas, escritores, intelectuales y aún académicos en las ciencias sociales y en las humanidades. Este artículo intenta precisamente contribuir en esta tarea.

El vaciado del centro en la representación del espacio (que vimos en las pinturas) y la noción de “frontera” (que teoriza Gómez-Peña) ilustran también la doble cara de la semiosis colonial: la fractura del objeto o sujeto que se trata de comprender y la implícita fractura del discurso y de la posición del sujeto de la comprensión: Gómez-Peña, por ejemplo, que teoriza la noción de frontera y Lucy Lippard (o para el caso mi propia reflexión) que trata(mos) de comprender la representación de la frontera en la teorización de Gómez-Peña (o en las pinturas amerindias). Por lo tanto, las interrelaciones de la semiosis colonial como una red de procesos que se desea comprender y el locus de enunciación como una red de lugares desde donde se realiza la comprensión, necesitan de una hermenéutica diatópico o pluritópica que revela, al mismo tiempo las intensiones entre –por un lado– la configuración académica y disciplinaria y –por otro– la posición social, étnica y sexual del sujeto de la comprensión. El ejemplo de Taussig es ilustrativo. Un antropólogo australiano que dialoga con los habitantes del Putumayo, que escribe su libro en un largo proceso que lo lleva de Londres a la Universidad de Michigan, que se sitúa a sí mismo en una tradición disciplinaria (la antropología), que se esfuerza por integrarse a una tradición cultural e intelectual latinoamericana. Como antropólogo, escribe un libro que examina críticamente el quehacer antropológico. Como persona marcada por su lugar de origen, por su pertenencia étnica y su inscripción sexual, escribe un libro que denuncia la explotación y el colonialismo en América Latina; uniéndose a las voces de intelectuales (no necesariamente científicos sociales), que libran la misma batalla. La comprensión de complejos procesos de semiosis colonial y de “realidades” fracturadas en situaciones coloniales se articula en el locus de enunciación creado por Taussig al escribir un libro el cual, como el mapa de Chamalhuacán o el Pontificial Mundo de Guamán Poma, hace coexistir dos espacios: el del antropólogo que practica una actividad académica forjada en las culturas colonizadoras –por un lado–, y la persona que conversa con los habitantes del Putumayo junto con el intelectual que dialoga con el pensamiento y la tradición literaria latinoamericana. Gómez-Peña, por su parte, el artista “latino” que vive en San Diego y que teoriza su experiencia de la frontera, ilustra la sobrevivencia de la semiosis colonial a la vez que la necesidad de una hermenéutica pluritópica que dé cuenta (teorice, reflexione críticamente) de ella. De otra manera, nos encontraríamos con una “realidad” fracturada y pluritópica frente a un discurso homogéneo y monotópico presupone la construcción de “nuestra propia tradición” (es decir, la tradición hegemónica donde se sitúa el sujeto de la comprensión), una hermenéutica pluritópica presupone no sólo el vaciado y la movilidad del centro de la representación sino también la movilidad del centro del acto de representar.2

Ilustaciones:

Figura 1: la “pintura” de Chimalhuacán-Atoyac Acuña 1982/ 6: 1966-67
Las leyendas en escritura alfabética, según Acuña:
El Tianguis y el mercado
El camino a Coatepec
Santa María Nativitas (hacienda)
La laguna
El monasterio
Este pueblo está al oeste (de México)
El camino a Tezcuco
Santa María Magdalena (hacienda)
El camino a México
San Lorenzo (hacienda)
Cerro Chimalhuacán (glifo)
Casa de antigua idolatría
San Agustín (hacienda)
La laguna

Figura 2: la gente Serpiente Roja de la Montaña Roja. El mundo se concibe organizado en cuatro esquinas en torno a un centro. En este caso, la estructura cosmológica sirve de base para representar los peligros que amenazan al centro (la casa, el lugar de lo bueno y lo deseable) (Reichard 1977, page 56, plate XVI)

Figura 3: el centro y las cuatro esquinas del mundo en la cosmología azteca, según el Códice Borgia. El centro, en el cual coinciden el espacio y el tiempo y se cruzan el cielo y la tierra, el mundo y el cuerpo humano, se llama tlalxicco que, al igual que Cuzco, significa “el ombligo del mundo” (Wayne 1976)

Figura 4: “El Pontificial Mundo” de Guamán Poma. En él se nota la estructura profunda de las cuatro esquinas con el centro, repetidas para representar Las “Indias” y “Castilla”, dejando el centro vacío. Es decir, duplicando los centros

Notas:

[1] Estas consideraciones presuponen, por cierto, actos cognitivos dialógicos o plurilógicos, en los cuales el conocimiento y la comprensión involucran la interacción de una o más personas, en el mismo o en distintos tiempos y lugares. Mi argumento no tiene en cuenta los procesos cognitivos per se, modelados sobre experimentos que permiten estudiarlos en individuos aislados y que se centran, fundamentalmente, en aspectos neurofisiológicos.

[2] La comprensión de situaciones coloniales en la perspectiva de una hermenéutica pluritópica se encuentra más próxima a los principios de los estudios sub-alternos (Cohen 1985, Spivak 1985, O’ Hanlon 1988) que al nuevo historicismo, al que percibo fundado en una hermenéutica monotópica (Howard 1986). Es también cercana a la noción de analéctica introducida por Enrique Dussel (1980) para dar cuenta de los discursos de resistencia. Debo esta observación a Mario Sáenz (1990) y conversación personal.

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Versión revisada y más desarrollada de las tesis presentadas en Mignolo (1989c), publicada en Ad-VersuS, V, 4-6, diciembre de 1994, Roma-Buenos Aires: 35-50