Invitar a la tercera voz, significa, en resumidas cuentas, reclamar la presencia teórica de Bajtín; este tema, tan cercano al estudio del contexto, tan próximo a la ideología como praxis sígnica, se deja ver claramente en sus escritos en torno a la problemática del texto como noción fundante, y a la teoría metodológica en ciencias humanas (Bajtin 1979a).
La tercera voz aparece aquí, como una segunda instancia del dialogismo, o mejor, como una instancia superadora-abarcadora de ese dialogismo entendido en términos de presente "hit et nunc". En esta instancia el destinatario no sólo litiga por la apropiación de ese constructo de sentido que, en calidad de conducta, es el objeto del discurso; sino también reconstruye el emisor como "otro", es decir: lo sitúa socialmente (Bajtin 1979b). Esta doble tensión, dada a través de la contienda por el usufructo del objeto del discurso, que tanto el destinador como el destinatario pretenden para sí en términos de significado de ese espacio u objeto, y la reconstrucción social que el destinatario hace del destinador a través del texto y viceversa, es decir la reconstrucción del oyente que el emisor hace en procura de situarlo socialmente para ser comprendido de una manera eficaz, genera una conducta comprensiva que podemos llamar texto (objeto).
Para Bajtin, una conducta comprensiva reclama siempre dos conciencias, o mejor aun dos sujetos; si alguno de estos sujetos no cubriera los requisitos de existencia a saber: estar situado socialmente para el otro y compartir códigos culturales para intentar forzarlos informativamente, una de las partes se cosificaría. Cabe acotar que el hecho de forzar un código, nos coloca plenamente ante esa profundización del sentido que se da sólo en términos históricos. Una emisión, en tanto conducta comunicativa, es una selección informativa de lecturas de códigos formantes de lo real. Emitir es ordenar y sistematizar lenguajes, y a la vez provocar, mediante esta acumulación de información que se da en las lecturas de lo social, una variación cualitativa del universo de discurso o esfera de lo social, ordenada a manera de lenguaje, que elijo para informar a mi oyente. Leo la acción de los otros no sólo como un ordenamiento histórico ajeno, sino también como entropía propia (leer un orden anterior o no propio como desorden (Lefebvre (1975)) a la que, para su disminución, fuerzo emitiendo, es decir: participando en el código cultural mediante el hecho expresivo presente que historiza sentidos y límites significativos.
La doble tensión que da lugar al objeto llamado texto, y la noción de comprensión vista como lucha de dos conciencias o sujetos no cosificados, resultan viciadas de esquematismo, ya que el contexto temporal en el cual se inscriben parecería no tener ningún anclaje ideológico que sea englobador. El contexto ideológico-temporal al cual nos referimos tiene que ver con el sostenimiento de la cualidad hegemónica; dicho en otros términos, existe una organización y jerarquización imperante de los hechos sígnicos, que enmarca ese presente puntual del choque de conciencias como generador de textos. El dialogismo bajtiniano atiende, tercera voz mediante, a dos niveles de presente inescindibles: uno puntual y otro cualitativo, que permiten la procesualización de los hechos sígnicos en una doble instancia, de constraste y de historización jerarquizadora. La doble tensión que se manifiesta en la reconstrucción social del otro como participante en la acción comunicativa, se presenta también en esa instancia legitimadora de consenso que llamamos existencia, puesto que, no sólo el texto recibe la categoría de existencia a partir de la acción de sujetos sociales, sino que, también los sujetos sociales existen sólo en términos expresivos, es decir cuando se transforman en textos leídos o acciones sígnicas consensualizadas.
Ahora bien, en el marco del presente en el cual conviven destinador y destinatario, un hecho significativo, que puede ser llamado texto gracias a su pertinencia cultural, ve el choque de cadenas estructurantes (Lotman 1970), en cuanto método, como dador de existencia; esto implica quitar, a la significación, trascendencia. Significar ya no es ir en la búsqueda de una instancia superior que legitime, sino extraer de esa contrastabilidad que es la lucha por el sentido.
Estamos entonces, en el punto en el cual empezamos a ver estas cadenas estructurantes, no sólo como un principio metodológico, sino también como acciones de los sujetos; pero si entendemos al sujeto a partir de una noción de expresividad que reclama acciones consensualizadas para su existencia, además de desterrar la carga de sustancialidad a la cual se veía destinado, la convertimos en una instancia dialéctica que soporta, juzga y fuerza códigos formantes. También aquí se manifiesta el presente, en calidad de juicio que sitúa socialmente al sujeto (ya que todo juicio es texto), como marco en el cual se reaviva la condición de ajenidad de los códigos en los que el sujeto participa (juzgando, soportando o forzando).
La ajenidad nos habla claramente de la limitación de los sujetos, y desvirtúa todo tipo de presente puntual para cualquier acción comunicativa, puesto que, este concepto de lo ajeno, potencializa lo histórico en calidad de marco participativo en el cual el sujeto se inscribe para ser contenido, es decir: participa reconstruyéndose mediante conductas objetualizadas no propias que lo lanzan al campo de la significación-expresión, entendida ésta como acción pertinente construida en cuanto instancia intersubjetiva que se "profundiza" en el devenir histórico-informativo.
Una situación de presente "hit et nunc" brindaría al sujeto la condición de fundador de los códigos (Barthes 1970, 1973), pero es la segunda opción, el presente entendido como duración de una hegemonía cultural, la que virtualmente historiza y vuelve material la noción de ajenidad. En este marco, en el cual el sujeto juzga, fuerza y soporta códigos es donde dicha noción se transforma en fundacional. El sujeto reconoce la otredad en la historia (Todorov 1982), la situación de ajenidad lo inaugura como limitado. El dialogismo puede verse como un corolario de la otredad, pero en términos informativos, requiere también la noción de asimetría (Lotman (1985)), es decir que la limitación de los sujetos debe ser entendida no como idílicamente desjerarquizada sino como lucha (de clases). En términos dialógicos lo significativo es el choque y no la complementariedad.
Se trata entonces de darle sustancialidad histórica a la tercera voz, es decir: si la hegemonía se construye, será viable pensar la terceridad de esa voz como una historia de cualidad que se mantiene dinámicamente estable. Los sujetos presentáneos serán aquí los responsables de la contrastabilidad que origina lo significativo, pero a la vez se encontrarán con autonomías relativas leídas socialmente, es decir que hasta la delimitación el texto (su especificidad-autonomía) se da desde un reconocimiento de la ajenidad.
El paso de la segunda voz (sujeto que lee sujeto como texto) a la tercera provoca un cambio en esa irrupción que el signo, en tanto práctica, realiza en la cultura. Ya no hay reflejo de las cosas en los mensajes, la materialidad es deudora del consenso; tanto mensajes como cosas tienen como fundamento de su existencia la acumulación (entrecruzamiento no complementario) de conductas sociales entendidas como códigos estructurantes de lo real. La irrupción antes mencionada se da a manera de estrategia, es decir, de futuridad; no sólo el signo reconstruye al oyente cuando se lee como expresividad de un hablante o emisor, sino que él mismo posee una potencialidad intrínseca de legislar el intercambio comunicativo. Ya que todo signo es autorreflexivo, él mismo enuncia condiciones de eficacia para su uso.
La noción de signo como continente
Desde la noción de signo como estrategia, se trata de inscribir la categoría de presente en el corpus social, o mejor aún, hacer de esta categoría una herramienta de la dinámica de la jerarquización de códigos.
El presente entendido como iluminación deja traslucir una visión espiritualista o idealista de reflejo; la idea total se expresa en el ahora como destello, no es procesual, es por sí (Hegel (1983)), se naturaliza. El matiz social de la idea de presente tiene que ver con el mantenimiento de la cualidad de una esfera de prácticas sociales, el presente se hace juicio de continuidad, es la inalterabilidad de las jerarquizaciones. Esto nos lleva a repensar lo social como una estructuración, es decir como un devenir formador de cualidad que cohesiona y reconstruye acciones de recepción y agentes receptores (Goldmann 1970).
La visión idealista del accionar comunicativo tiene una impronta niveladora e integrista, la recepción deja de ser participación en la construcción del discurso o práctica sígnica que permite la existencia de expresividad de los actuantes en términos de otredad para quien lee, convirtiéndose así, cuasi religiosamente, a la direccionalidad de la pureza del reconocimiento. Se actúa en la uniformidad de la redundancia, el sujeto es omnicomprensivo, la comunicación es simplemente actualizar desde el punto de vista expresivo (Croce 1901), sin que exista la posibilidad de acumular información distintiva. El dialogismo idealista vendría a ser la materialización presentánea de una estructura profunda que funda al sujeto desde lo propio naturalizador; todo tipo de acopio informativo se presenta como formas de la redundancia que, en calidad de una estructura de superficie, da lugar a pensar en una dualización entre inefabilidad real y sociabilización ornamental, la primera como sistema de reglas y la segunda como las infinitas maneras de corporizar y hacer funcionar ese sistema, al cual esta infinitud no acumulativa le permite ser cualitativamente invariable.
Repensar el signo como continente tiene diferentes posibilidades de concretización: en un primer acercamiento, en este planteo, se podría entender al signo como un marco o categoría que permita la acumulación de prácticas sígnicas (en cuanto creación de significados nuevos) manteniéndose pertinente e inalterable; de esta manera, se podría caer en la riesgosa hipótesis de signicidades vacías o categorías superestructurales aún no corroboradas por conductas sociales. De este aprieto se sale no sólo concibiendo al signo como materialidad consensuada, sino también dotándolo de futuridad que emerge de su propia condición de acción abductiva1 (Eco (1985)). Dicha condición debe ser entendida no en la oposición de lo dado y lo creado, sino en la estructuración de la entropía que provoca el signo en términos de lectura posible; el grado de continente aquí expresado tiene que ver con una estructuración de lo real desordenado, es decir hacerlo comunicable mediante una apuesta estructurante-sociabilizadora estratégica (de clase) que apunta a consensuar determinada lógica de lo real. En este terreno es donde se da la lectura de lo utópico como deber ser, y aquí pervive un matiz de dualización; no es cuestión de adaptar órdenes a ideas, sino de replantear o revertir la asimetría del usufructo de la lógica sígnico-relacional que opera en el corpus social. No hay acuerdo con la naturaleza de los objetos, hay lucha por el sentido de su uso.
Otra forma de entender el signo como continente pone énfasis en la noción de futuridad. Lo vemos en la acción de un código que, mediante la sistematización provocada por la autorreflexión en torno a su lógica interna, se dispara provocando desniveles entre códigos formantes de lo real (Mc Luhan 1962).
Esto sólo se da en códigos que han almacenado suficiente cantidad de ajenidad y que se encuentran más jerarquizados, es decir, mejor dispuestos a juzgar su especificidad desde el mayor caudal de conocimiento de lo real tomado a manera de proceso de estructuración histórico. Pero la procesualización de lo ajeno en anónimo (sin autor situado social e históricamente), que se da en esa inevitable metatextualización que realiza el código disparado para cohesionar el funcionamiento de los distintos estratos o niveles estructurados de lo social, provoca la trascendentalización de dicho código, su naturalización como única esfera dadora de significado.
Por eso es inevitable plantear la futuridad sígnica en términos de redundancia.
Los códigos para ser pertinentes culturalmente deben, de forma presentánea, convivir con la ajenidad, con otros códigos relativamente autónomos y por ende distintos. Las dos descripciones antes mencionadas tienen, tal vez, un punto de contacto en la noción de signo postulada en forma de marco donde habitarán futuras prácticas sígnicas, que vistas desde su propia autonomía parezcan iguales redundantes, pero que la noción de presente como un hecho histórico-irrepetible que privilegia la creatividad en las acciones humanas (hecho por sí desnaturalizador respecto del concepto de tradición visto como accionar repetido que debe soportar deformaciones erróneas) desmiente. La materialización del devenir histórico, dada a través de su vinculación al corpus social, se da en términos de historia de cualidades alternadas que no se repiten. La historización reconoce en esta alternancia no un hecho dicotómico, no es una lógica de opuestos, de positividad o negatividad, que naturaliza estos dos términos y trivializa lo acumulativo-histórico del accionar humano; pues la alternatividad secularizada que atiende a la emergencia de cualidades siempre nuevas, percibidas en calidad de marcos culturales-sociales, remite en cambio a la contrastabilidad ilimitada del devenir. De esta manera, no sólo reconoce en la acumulación de información, entendida como acrecentamiento del logos social en cuanto proceso significador, su fuente inagotable de generación distintiva de organizaciones sociales-culturales, sino también nos sitúa frente a la noción de cotexto (Eco 1979) como elemento enjuiciador, es decir hace de la co-ocurrencia histórica (mal entendida cuando se la ve sólo como muestrario de la gradación de un "valor", con sus avances y retrocesos) una herramienta válida para que los agentes sociales, tensión mediante, viabilicen el presente en su justa dimensión de constructo (Bloch 1949) terrenal y acumulador de prácticas.
Para el signo entendido en su versión continental la redundancia sería acumulación de contextos donde determinada práctica sígnica ocurre. Es entonces plausible decir que la acumulación de información es un hecho inevitable, puesto que informar sería liberar un plus de significado que se da entre objeto sígnico y contexto siempre nuevo que reconstruye la novedad de dicho objeto. El límite del código disparado es quedarse sin ajenidad (situación por demás absurda para quien entiende lo social a manera de coexistencia dialéctica de acciones codificadoras funcionando históricamente), no sólo sincrónica sino también diacrónica, no sólo se trata de agotar contextos donde englobarse o fagocitar estructuraciones paralelas de lo real que provoquen trascodificaciones significativas, sino también de desentenderse de la posibilidad historizante de no reconocerse igual cualitativamente.
Pero para el signo continente que acumula inevitablemente información a la manera de prácticas sociales significativas irrepetibles, también existe un contexto; la emisión de este signo está enmarcada por la lógica dadora de sentido jerarquizada que llamamos hegemónica. Entendiendo el sujeto como reconstrucción histórica que supera la individualidad, la emisión del signo como pretensión de absoluto, emerge siempre de la alienación que neutraliza y nivela la existencia social de los sujetos (Eco 1962). El signo como estrategia historiza, choca con la significación hegemónica (también puede reforzar historizando), y apuesta a una estructuración creciente de sí. Ese marco posibilitador de la acumulación de información, en calidad de prácticas sociales siempre nuevas, es lanzado por el sujeto reconstruido social e históricamente de manera subversiva con la intención de hacer posible no sólo una consensualización futura, sino en términos más inmediatos, la existencia de esa cualidad contraria a la lógica significativa hegemónica, para comenzar a reconstruir potencializando, ese caudal relacional que la relativa autonomía de los objetos sígnicos poseen. La función de continente cobra sentido en la resistencia que el elemento sígnico opone a ese control policíaco que ejercen los llamados metalenguajes. Estos últimos no sólo reorganizan y esquematizan el funcionamiento de las distintas esferas de lo social, sino que también se ocupan de hacer circular elementos sígnicos que aparecen (dentro de una esfera social en particular) contrarios a la lógica significativa hegemónica (poseedora de lógicas representativas parciales), por otras esferas sociales más o menos alejadas, más o menos compatibles. Mediante esta práctica de hacer extensiva una lógica significativa extraña a la hegemónica, a esferas para las cuales no ha sido ni repensada ni generada, se posibilita la bastardización de dicha lógica. El empobrecimiento de la nueva lógica significativa llega a convertirla en un aparato formal, sin juzgar la pertinencia de los objetos o conductas a las cuales va a ser extendida2, sin tomar en cuenta el contexto real de aparición. El metalenguaje es un esbirro que reclama coherencia lineal y no respeta autonomías de esferas de prácticas sociales, exige credenciales de totalidad a un proceso de significación que, como todos sabemos, nace, crece, y se reproduce en un clima de parcialidad (siempre en pugna por volverse total), ideológico-sincrónico y temporal (histórico).
El objeto-estrategia
De una experiencia sígnica jamás se sale ileso. Entendiendo esto en el marco de la lucha por la hegemonía cultural, o del intento por revertir la asimetría informativa que condiciona el intercamgbio comunicacional entre distintos agentes sociales, se puede visualizar la importancia que tiene la consensualización de una autonomía relativa. Es decir que podría llegar a verse o a evaluarse la verdadera condición de hegemonía alternativa de determinado agente o grupo social (sujeto transindividual) por el éxito logrado o no, en la instalación consensuada dentro del corpus social de una autonomía sígnica relativa, es decir por la capacidad que dic ho grupo social tiene de hacer leer determinada práctica como un objeto relativamente autónomo y existente. Esto implica que dicha práctica puede volverse significativa ya sea dentro de los límites de la cotidianeidad del grupo al cual pertenece, o bien inscribiéndose en el contexto de la cultura hegemónica, es decir dentro de lo que llamamos núcleo cultural (Lotman (1971)). Este último caso sí puede tomarse desde un punto de vista estratégico, cuando es provocado por el grupo no hegemónico, como una lucha de clases o grupos sociales que se da, en términos de asimilación del nuevo objeto, por parte del contexto (aquí el núcleo del sistema cultural) cuando el accionar del grupo hegemónico disgrega la autonomía o la recupera como muestra de su propio dinamismo democratizador de marcados rasgos homeostáticos, o si no se manifiesta a través del cambio cualitativo (a veces ínfimo) del sistema que provoca la instauración momentánea de un objeto sígnico leído como autonomía relativa que posee, en cuanto instancia autorreflexiva, reglas para la eficacia de su uso dentro de sí contrarias a la lógica significativa hegemónica.
La lucha desde el sector no hegemónico se da por la máxima duración del objeto sígnico como cualidad no asimilada. Esto nos reenvía a la categoría del signo como continente, y aquí su condición de marco contenedor de prácticas debe verse, como posibilidad, coexistentemente con la noción de futuridad en cuanto estrategia poseedora de reglas de uso eficaz, de albergar el máximo número de ocurrencias que dicho objeto sígnico entiende a manera de relaciones significadoras en contextos diferentes.
Existe un sistema de reglas (entendido como malla contenedora y dadora de sentido legitimado), que el núcleo cultural pretende imponer en el arduo accionar estructurador (cohesionador) llamado construcción de consenso. Un sistema semiótico cultural homeostático (con cierta carga de dinamismo), en su tarea de reconocimiento de áreas significativas específicas, oscila entre lo dado y lo permitido. Las prácticas subalternas serán, cuando se presenten desequilibrando la homeostasis, la viabilización de la emergencia de la historicidad que rompe lo dicotómico alternado. Los agentes sociales subalternos responden al proceso estructurador antes mencionado, mediante prácticas, posiblemente entendidas en calidad de vectores-fuerza, que recorren el corpus social, núcleo incluido. Estos vectores-fuerza serían el periplo in-formativo que la expresividad de determinados grupos sociales realizan plasmándose en cuanto praxis-categoría pertinente. Entonces para hacer posible la instauración de un objeto sígnico dentro del núcleo cultural, hay que partir de que la materialidad es un corolario de la acción de contrastar (interpretando esta contrastación como entrecruzamiento de códigos o cadenas estructurantes que generan significado pertinente).
La instauración en el núcleo del sistema de un objeto sígnico que problematice u obture la lógica relacional oficial, se dará a través del choque de esas fuerzas sociales visibles en cuanto prácticas experimentales, contestatarias y pertinentes. La cristalización de ese objeto (en realidad, funcionamiento sígnico desautomatizador), no sólo hará posible reflotar los límites, naturalmente olvidados/negados en esa construcción de consenso que llamamos proceso estructurador, sino también, cuando los vectores-fuerza pertenezcan a esferas sociales cercanas, nos permitirá ver las fisuras del núcleo cultural en tanto objeto dialéctico e histórico.
La máxima y por lo tanto menos asimilable ajenidad (problematizadora e informativa) de dicho objeto sígnico dependerá del número de respuestas estabilizadoras de su pertinencia, en términos de cualidad subversiva, dadas a las instancias disgregadoras o asimiladoras que funcionan, desde lo hegemónico, como contexto que permite la significación. La ajenidad buscada debe resistir no sólo los embates sincrónicos del núcleo cultural, sino también la expansión, restricción ocambios de jerarquía que se dan en dicho núcleo diacrónicamente.
La existencia de la hegemonía alternativa se hará real y visible siempre y cuando ella misma, en calidad de proceso significador total y diferente, pueda presentarse como contexto en el cual ese objeto, altamente pertinente por lo desautomatizador, exprese su máxima potencialidad; es decir, haga transparentes, históricas y dependientes de una totalidad vista como herramienta del desarrollo humano, la mayor cantidad de prácticas parciales y cotidianas. |
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